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lunes, 13 de febrero de 2012

¿Siempre tienes que tener la última palabra?

Hace semanas que mi cerebro no da señal de actividad, pero tengo que estrujarlo para poder escribir algo esta semana con mi frase. La ocasión y El Cuentacuentos lo merecen, aunque no prometo gran cosa.
En esta ocasión he querido continuar una historia que escribí hace 4 años y a la que os dejo este enlace. Realmente no es preciso leer la primera parte para entender esta segunda, son complementarias pero perfectamente válidas por separado. Sin embargo, si decides leer la primera parte, siempre lograrás entrar mejor en situación ;)


Número 3


—¿Siempre tienes que tener la última palabra? —le preguntó el joven visiblemente molesto.
—Obvio —respondió. El muchacho giró la cabeza hacia su izquierda y miró sobre su hombro con expresión sorprendida tal y como lo demostraba su ceja exageradamente levantada— No sé por qué te sorprende tanto, Sigmund. Sabes que es así.
Sigmund relajó la expresión de su rostro y, dejando escapar una leve sonrisa, volvió a mirar al cielo mientras le daba otra calada a su cigarrillo.
—No entiendo por qué no puedo tener un ángel y un demonio como todo el mundo. Un ángel que me diga qué es lo correcto y que aparezca al otro lado cuando tú lo haces.
—Vamos, Sigmund, no digas tonterías. ¿Para qué querría alguien tener un ángel a la derecha que siempre está dando la brasa? no es divertido.
Sigmund observaba las nubes que, empujadas por el viento, se desplazaban lentamente por el cielo. Algunas le recordaban vagamente formas ya conocidas. Sin embargo pensó que aquello era producto de su imaginación, alimentada por el cigarro que se estaba fumando.
Las vías del tren comenzaron a vibrar delicadamente, haciéndole cosquillas a Sigmund en la nuca. El muchacho permaneció tumbado mirando las nubes, mientras daba otra calada más.
—Debería tener dos puntos de vista en lugar de sólo el tuyo. Cuando tomas una decisión se supone que tienes que elegir entre dos opciones, y no se puede elegir si te dan una sola opción, ¿verdad? —dijo Sigmund con la vista fija en las nubes mientras su mente trataba de formar la silueta de un centauro recogiendo la ropa del tendedero.
—Venga ya, Sigmund, sabes de sobra que tú no eres como todo el mundo. Ellos tienen la oportunidad de elegir entre dos opuestos, pero tu balanza sólo se equilibra hacia un lado —le respondió el demonio.
—Lo sé —dijo el muchacho dando otra calada—. Pero aún así me gustaría poder escuchar otra opinión más, aparte de la tuya.
—¿Para qué querrías tener la opinión de dos demonios? es absolutamente innecesario, créeme.
Las vías del tren vibraban ahora con más intensidad mientras que, a lo lejos, un silbato anunciaba la próxima llegada del tren. Sigmund dejó escapar una media sonrisa de sus labios al mismo tiempo que repitió:
—Absolutamente innecesario —expulsando lentamente el humo de sus pulmones—. Tan innecesario como la materialización de un demonio sobre mi hombro izquierdo. Después de todo, sólo puedo elegir un camino.
El demonio parpadeó unos instantes tratando de buscar una réplica, pero al no hallar ninguna, exclamó:
—¡Maldición!... siempre tienes que tener la última palabra —y acto seguido se desvaneció sin dejar rastro.

La inminente llegada del tren se confirmó cuando éste hizo sonar su silbato para alertar a un joven que yacía tumbado sobre las vías fumándose un cigarro.
Sigmund volvió su cabeza hacia la derecha, vio aparecer la silueta del tren aproximándose rápidamente y, de nuevo, regresó la vista hacia las nubes mientras daba la última calada a su cigarro. Esta vez estaba seguro de haber visto al centauro recoger un voluminoso sostén del tendedero para probárselo. Le pareció tremendamente gracioso y rió sonoramente al mismo tiempo que el humo salía descontroladamente de su boca. Luego, aplastó el cigarro contra el travesaño de las vías y cerró los ojos segundos después de que el tren volviera a accionar su silbato por última vez...

Sin embargo, nada ocurrió...


La vibración de las vías se había detenido completamente, el ruido se había extinguido, y hasta el aire parecía haberse paralizado.
Sigmund abrió los ojos lentamente. Las nubes en el cielo se habían quedado inmóviles. Extrañado, giró la cabeza hacia la derecha y pudo observar que el tren también se había quedado inmóvil. Todo parecía estar congelado, como en una fotografía. El muchacho frunció el ceño y giró la cabeza hacia la izquierda. Entonces lo vio. Un hombre menudo caminaba apresuradamente hasta el lugar donde se encontraba él. Entre sus manos sostenía una carpeta negra.
—Mierda —exclamó Sigmund entre dientes al fijarse en la carpeta, mientras dejaba caer pesadamente los ojos con expresión de fastidio.
El hombre menudo se aproximó a él andando torpemente, y el muchacho se incorporó. Por un instante le había cruzado por la mente la idea de huir, pero Sigmund sabía que acabaría siendo inútil, así que suspiró con resignación y aguardó pacientemente a que el hombre menudo comenzara a hablar.
—Gra... gracias por ha... haberme esperado —dijo
 entre jadeos tratando de recuperar el resuello.
—Ya, claro. Como si tuviera otra alternativa— respondió secamente Sigmund sin apartar la vista de la carpeta negra.
—Me... me llamo Gabe— se presentó tendiéndole la mano.
—Lo sé —contestó Sigmund ignorando la mano de Gabe. Éste tardó unos segundos en reaccionar y finalmente se llevó la mano a la boca al mismo tiempo que carraspeó para aclarar su voz.
—Bien, antes de nada, déjeme decirle que es un honor conocerle, número 3. Cuando me encargaron la misión de encontrarle, supe que valdría la pena solamente por tener el honor de conocerle...—Gabe interrumpió su frase al darse cuenta de que estaba hablando demasiado. De nuevo, se llevó la mano a la boca y carraspeó— su... supongo que ya sabrá por qué he venido.
—Tengo una ligera idea —ironizó Sigmund.
Gabe, intimidado, decidió no decir nada más y abrió su carpeta negra para buscar la carta que debía entregarle al muchacho. Gabe, nervioso comenzó a revolver papeles incapaz de encontrar el documento en cuestión. Sigmund, cerró los ojos y se pasó la mano por la cara, de arriba a abajo mientras luchaba por contenerse ante tanta estupidez. El olor a tabaco que aún permanecía en sus dedos, le reavivó las ganas de encenderse otro cigarro y mientras Gabe seguía removiendo papeles, comenzó a buscar su paquete de tabaco palpando en todos los bolsillos de su pantalón. Finalmente, Gabe encontró la carta y se la ofreció al muchacho, quien se dispuso a leerla al mismo tiempo que seguía palpando en busca de su tabaco. A medida que Sigmund avanzaba en la lectura, su expresión se tornaba cada vez más seria, hasta que dejó de buscarse el tabaco, quedándose totalmente absorto.
—Olvídalo, no pienso hacer este trabajo —dijo finalmente Sigmund cuando concluyó su lectura.
—Bu... bueno, no esperábamos que se hiciera cargo de este asunto sin ningún tipo de recompensa por ello —respondió Gabe.
—Paso, Gabe. Dile a ella que paso. Buscaos a otro —concluyó el muchacho arrugando la carta hasta convertirla en una pelota de papel, la cual arrojó bien lejos.
—He sido autorizado para comunicarle que se le aplicará una reducción de su condena si acepta el trabajo —dijo Gabe rápidamente antes de que el muchacho se le escapara.
—¿Una reducción de mi condena? JAJAJAJAJAJ. Dile a ella que pierde el tiempo ofreciéndome tratos tan inútiles como ese —dijo Sigmund y, acto seguido, se dio la vuelta y comenzó a andar.
—¡Espere! sabíamos que esto podía ocurrir, pero si no quiere una reducción de su condena, podemos aplicar la reducción a la condena de otro miembro! —Sigmund se detuvo en seco. Lentamente se dio la vuelta y permaneció en silencio observando a Gabe mientras su mente trabajaba a toda velocidad. Gabe sacó de su carpeta negra otro documento y se lo acercó a Sigmund quién lo recibió, lo leyó, y permaneció en silencio un largo rato. Tras un tiempo que a Gabe se le antojó eterno, éste decidió romper el incomodo silencio y le preguntó a Sigmund: —¿No... no va a decir nada?
El muchacho levantó la vista y clavó sus ojos en los de Gabe.
—Sí —respondió Sigmund— ¿Tienes un cigarro?





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lunes, 2 de enero de 2012

Ese gato tiene razón

—Ese gato tiene razón al mirarme con recelo. Le odio. Le odio tanto… y él lo sabe. Lo veo en sus ojos cuando se pasea delante de mí y me mira con desprecio, cuando se sienta sobre el regazo de Mary para que le acaricie mientras me mira fijamente restregándome su triunfo. Ese maldito gato no conseguirá robarme el cariño y la atención de Mary, ella es mía... ¡SÓLO MÍA!. La conocí mucho antes de que ese gato entrara en nuestras vidas, y por aquel entonces éramos tan felices los dos… ese gato se ha dedicado a hacerme la vida imposible desde que lo trajeron envuelto en una manta, empapado y tiritando. Nunca me han gustado los gatos, pero ya que íbamos a compartir espacio, quise acercarme para darle la bienvenida. Él me lanzó un bufido seguido de un zarpazo al que pude esquivar de milagro. A partir de entonces, no hemos dejado de odiarnos ni un segundo. Y cada día que pasa le odio más… le odio tanto que podría matarle yo mismo. Sí, podría matarle yo mismo... Y algún día lo haré, le mataré con mis propias manos. ¡Oh, sí! Ese día disfrutaré tanto cuando le vea agonizante, cuando le arranque la vida de un mordisco en la yugular. Cómo disfrutaré ese momento, lo saborearé lentamente junto con su sangre mientras mis colmillos aún están hundidos en su carne. Y entonces todo volverá a ser como antes, Mary y yo, solos de nuevo, como siempre debió haber sido…
—Vamos, Toby. Es hora de tu paseo —dijo Mary mientras se acercaba a la caseta de su perro. Mary se fijó en que el comportamiento de Toby era muy extraño. Normalmente, siempre que él la veía aparecer con la cadena, ya sabía que era la hora de su paseo y se abalanzaba sobre ella moviendo la cola frenéticamente. Sin embargo, esta vez, parecía no haberla visto ni oído. En lugar de ello, tenía los ojos fijos en el gato, quien dormía plácidamente sobre la alfombrilla de la entrada.



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*No estoy muy conforme con lo que ha salido esta semana, pero bueno. Quería escribir algo rápido porque no dispongo de mucho tiempo. Al principio, sólo podía escuchar al gato de Alicia en el país de las maravillas enloqueciéndome para que escribiera sobre él, pero todavía no es su momento... en lugar de eso me puse a pensar en gatos, y más gatos. Con lo mal que me caen los gatos... y ahí fue donde surgió la idea. Después de todo, siempre he simpatizado más con los perros xD.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Había luces tenues detrás de la puerta, que parecía entreabierta

Había luces tenues detrás de la puerta, que parecía entreabierta. Caminando de puntillas, Phill se acercó sigilosamente para observar tras la abertura. Dentro de aquella habitación, cientos de diminutos elfos de navidad trabajaban a contrarreloj en el taller de regalos, para tenerlo todo listo el día más importante del año. A un lado, Santa Claus revisaba una lista tan larga que llegaba hasta el suelo y se extendía como si fuera una alfombra de papel. Los elfos la sorteaban con gran agilidad para evitar pisarla, mientras andaban de un lado para otro empaquetando y transportando regalos.
Tras la abertura, Phill sonrió, puso su mano en el pomo, tomó aire y abrió la puerta bruscamente dejando a todos paralizados. Rápidamente se llevó la mano al interior de la chaqueta de piel de reno, sacó una mágnum 44 y encañonó a Santa Claus en la sien.
Los elfos parpadeaban sin dar crédito mientras observaban la escena y Santa Claus, asustado, dirigió sus ojos hacia el arma que le apuntaba en la cabeza.
—Siento haberme adelantado, viejo, pero quiero mi regalo. He venido a por el y me lo voy a llevar ahora mismo —dijo Phill. Santa Claus, miró a Phill a los ojos y serenamente le dijo:
—Phillip, sabes que este año no te has portado bien. Tu nombre no está en mi lista de niños buen…
Phill amartilló el revólver y Santa enmudeció.
—¿Estás seguro, viejo?, vuelve a comprobarlo —insistió Phill.
—Oh sí, aquí estás —rectificó Santa Claus tembloroso, sin mirar siquiera la lista que sostenía entre sus manos —¡Traed el regalo de Phillip!
Los elfos se miraban unos a otros sin saber que hacer, pues no había ningún regalo preparado para aquel hombre. Nervioso, Phill gritó:
—¡Vamos, traed mi maldito regalo o me cargo al viejo!
Aquello fue suficiente para provocar una estampida de elfos que corrían caóticamente de un lado para otro revolviendo los regalos. Uno de los elfos corrió hasta Phill y le ofreció un bastón de caramelo que había descolgado del gran árbol de Navidad que presidía el salón de la casa.
—A… aquí está su… su regalo —dijo el elfo.
Phill miró aquel bastoncillo tembloroso y seguidamente miró a Santa Claus.
—¿Me tomas el pelo? No tienes ni idea de lo que he tenido que pasar para llegar hasta aquí, así que ni sueñes con que me voy a conformar con una mierda de bastón de caramelo.
—Phillip, no nos ha dado tiempo a fabricar aún tu regalo —contestó Santa tratando de salvar la situación —. Acepta el bastoncillo mientras nos ponemos a ello.
Phill permaneció unos segundos en silencio sopesando la situación, mientras miraba de hito en hito al bastón y a Santa.
—¡Trae aquí! —dijo finalmente Phill arrebatándole el bastón al elfo que salió huyendo despavorido.
Phill se llevó el bastón a la boca y lo saboreó muy lentamente sin apartar la vista ni la pistola de Santa Claus. De repente la expresión de Phill cambió por completo. Algo le estaba pasando, algo muy doloroso. Se sacó el bastón de la boca y con el rostro desencajado miró hacia abajo. El extremo de un cuchillo de carnicero asomaba ensangrentado por su estómago. Phill, aterrado, levantó la vista para mirar a Santa Claus, quien extrañamente, se mostró sereno. A Phill no le dio tiempo más que a balbucear un par de veces antes de que su boca se llenara de sangre. En ese momento el cuchillo de carnicero retrocedió en su recorrido y salió por su espalda. Segundos después, Phill se desplomó sin vida en un creciente charco que teñía de rojo el suelo de madera. Todos en el taller quedaron inmóviles, más nadie gritó aterrado con la escena.
Detrás del cuerpo, Mamá Noel, sostenía un cuchillo de carnicero chorreante que había empapado su mano y su blanco delantal de sangre.
—Querido, aún queda mucho trabajo por hacer. Mañana es Navidad y todos los niños deben tener sus regalos bajo el árbol —dijo Mamá Noel sonriendo tiernamente —. Pareces cansado, te traeré una taza de chocolate caliente con unos pastelitos de canela.
Mamá Noel se agachó, agarró a Phill por el cuello de la camisa y arrastró el cuerpo para sacarlo de la habitación dejando un camino de sangre por el suelo. Varios elfos cargados con cubos de agua y trapos, corrieron a limpiar el rastro afanosamente para sacar las manchas de la madera.
Santa Claus volvió la vista hacia sus elfos y éstos reanudaron su trabajo como si nada hubiera sucedido. Mientras, él se ajustó las gafas y continuó revisando su lista de papel. En ese momento, la puerta de la calle se abrió y Mamá Noel gritó:
—¡A cenar!
Y de fondo se oyeron unas fuertes pisadas de correteo sobre la nieve. Después, los renos bramaron alegremente mientras daban buena cuenta de la sabrosa carne fresca.



¡Feliz Navidad!

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lunes, 19 de diciembre de 2011

Tenía la sensación de haber escuchado tantas veces esa canción

Tenía la sensación de haber escuchado tantas veces esa canción, había algo en su melodía que me resultaba tan familiar a pesar de estar escuchándola por primera vez, que me vi impulsado a abandonar mi camarote para buscar su procedencia. Nada a babor, nada a estribor, nada en popa y nada en proa, salvo la infinita negrura de la noche y el plateado y tembloroso reflejo de la luna sobre el mar.
La canción comenzaba a escucharse cada vez más claramente y por un instante pensé que estaba empezando a volverme loco, sin embargo la repentina irrupción de otros 3 marineros en cubierta, me tranquilizó y despejó mis dudas. No era el único que estaba oyendo aquella música resonando en mi cabeza.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó uno de los marineros.
—¿Vosotros también lo oís? —continuó otro.
—Por Theus que sí —Contestó el tercero.

De repente una dulce y femenina voz entonó un cántico lejano al compás de la melodía, congelando la sangre de todos los que estábamos allí.

—Santo Theus… eso es… es… —balbuceó aterrorizado uno de los marineros sin atreverse a pronunciar más palabras.

Cerré los ojos por un instante y suspiré profundamente. En mis 20 años de profesión, tan sólo me había enfrentado a ella en una ocasión y aquella vez escapé vivo de milagro. Para desgracia mía, esta vez, la suerte no estaba de mi lado.

—¡Allí! —Gritó uno de los tres marineros con los ojos desorbitados mientras apuntaba con su dedo hacía algún lugar impreciso del océano.
Instantáneamente todos miramos en aquella dirección y comprobamos con horror cómo el torso de una hermosa mujer, permanecía flotando fuera del agua mientras cantaba su perturbadora canción.

—¡¡Sirenas!! —Gritaron los tres mientras corrían despavoridos hacia el interior del barco para despertar al resto de la tripulación.

Sin perder un minuto, subí apresuradamente las escaleras hasta el timonel, quién permanecía ajeno a todo. Borys era el mejor entre los mejores, por eso le contraté, aunque debo confesar que el pequeño detalle de su completa sordera, me produjo muchas dudas al principio. ¿Qué clase de loco contrata un timonel sordo para su barco?, a pesar de que las malas lenguas decían que se arrancó las orejas para sobrevivir a un enfrentamiento con sirenas, su fama le precedía, y su extraordinaria habilidad al timón pronto despejó cualquier rastro de duda.
Llegué jadeante junto a Borys y le comuniqué en el lenguaje de señas que él nos había enseñado, lo que estaba ocurriendo: teníamos un avistamiento de sirenas a estribor. Borys asintió serenamente y enseguida rectificó el rumbo del barco, virando a babor.

En ese momento, la tripulación salió en tropel a cubierta y, sin perder un segundo, fueron ocupando sus puestos. De fondo, el canto de la sirena se iba haciendo cada vez más claro e intenso.
Volví a mirar hacia donde se encontraba y di gracias a Theus porque esta vez sólo teníamos que librarnos de una. Me precipité. Inmediatamente después vi emerger a la superficie a otra… y otra más. Aquello se complicaba por momentos.
La tripulación se afanaba en preparar los cañones y desplegar las velas en medio de sonoros gritos. Aquél era su único modo de protección frente al canto seductor. Pensaban que, si se gritaban fuertemente entre ellos, no escucharían las voces de las sirenas. Pronto vieron que aquello no sirvió para nada.

—¡¡Bert, no!! —gritó el contramaestre que aseguraba la vela mayor, a un marinero que se había quedado paralizado con los ojos fijos en las sirenas.
—Apártate de ahí, Bert —le gritó otro al ver que su cuerpo caminaba por inercia hacia la borda.
—¡Maldita sea, que alguien le agarre! —Vociferó el contramaestre que seguía encaramado a la mesana.

Uno de los muchachos que transportaba la pólvora hasta los cañones, depositó su barril en el suelo y de un empujón, lo hizo rodar hasta el artillero que preparaba los cañones. Seguidamente, salió corriendo para echar mano al insensato de Bert. Aunque Bert era un hombre bastante enclenque, se resistía con tanta fuerza, que el muchacho que lo sujetaba tuvo que pedir ayuda al verse arrastrado por él. Otros dos hombres más corrieron en su ayuda, y justo cuando parecía que nada iba a impedir que Bert cejara en su empeño, Al-Beidyn atravesó la puerta de salida a cubierta.
Siempre me opuse a que un nativo del Imperio de la Media Luna viajara en mi barco. Trae mala suerte llevar hechicería a bordo, enfurece a la Reina del Mar. Sin embargo, Al-Beidyn, me dio su palabra de que no haría uso de ella mientras estuviera en el barco. De no ser por su innata habilidad cartográfica, nunca le hubiera permitido embarcar en mi navío. Pero, al verle salir a cubierta con expresión seria e inalterable, comencé a arrepentirme de ello.
Al-Beidyn fijó su vista en las tres sirenas y juntando los dedos pulgares y corazón, de ambas manos, comenzó a susurrar unas palabras en su lengua natal. De repente, todos dejamos de escuchar aquel canto mortal. Parecía que habíamos perdido nuestra capacidad auditiva, puesto que las sirenas continuaban moviendo sus labios, mas no podíamos escuchar nada, ni siquiera el inevitable rumor del mar. Y entonces la vi. Una sutil y resplandeciente aura, había cubierto el barco por completo aislándolo sonoramente.

Bert pareció salir súbitamente de su trance, y el resto de la tripulación observaba con sorpresa a Al-Beidyn y al aura resplandeciente, al aura resplandeciente y a Al-Beidyn. Finalmente parecieron entender la conexión entre ambas cosas y estallaron en júbilo ante la victoria.
Enfurecido, me dispuse abandonar el puente de mando en dirección a Al-Beidyn cuando, de repente, un temblor inesperado sacudió el barco y todos enmudecimos. Borys, que había permanecido impertérrito hasta aquel momento, reflejó en su rostro los primeros signos de terror, palideciendo al instante.
Quienes también habían enmudecido, fueron las sirenas que, al notar aquel temblor, cesaron de mover sus labios.
Otro temblor más intenso volvió a sacudir mi barco, espantando también a las sirenas que desaparecieron en cuestión de segundos al sumergirse bajo las aguas. El mar, antes sereno y quieto, comenzó a revolverse originando olas que empezaron a zarandear el navío.
—¡¡Arriad las velas!! —Gritó el contramaestre sacándonos a todos de la petrificación. La tripulación corría de un lado para otro, sin embargo una única persona permanecía inmóvil en su sitio.
Presa de la cólera, bajé a toda prisa las escaleras y me dirigí a Al-Beidyn mascullando que nunca debí haber confiado en la palabra de un Lunar. Cuando llegué a su lado, advertí que sus ojos seguían fijos en el mar, ajeno a todo lo demás. Le agarré de las solapas y le sacudí fuertemente para obligarlo a interrumpir su sortilegio, pero ya era demasiado tarde. De pronto, desde el fondo del mar, comenzó a brotar a la superficie un intenso brillo y Al-Beidyn sonrió maliciosamente. Giré mi cabeza justo a tiempo para ver cómo ella emergía de las aguas. Por segunda vez en mi vida, me volvería a ver las caras con la Reina del Mar.




*Este relato está basado en el mundo creado para el juego de rol 7º Mar. Me apetecía escribir algo así para retomar mi afición por el rol en general, y por este juego en particular. Sirva mi historia de humilde homenaje a todos los jugadores de este juego cautivador. Cómo echo de menos esas partidas...

lunes, 12 de diciembre de 2011

No sabía que en la guerra hay monstruos más terribles que el hombre

No sabía que en la guerra hay monstruos más terribles que el hombre. La muerte, la desesperación en las caras de todos, las enfermedades y la gangrena, que están mermando nuestra compañía a pasos agigantados. Nunca me imaginé que esto llegaría a ser peor que el mismísimo infierno.

Esta maldita pesadilla no concluye ni cerrando los ojos para dormir, porque el permanente ruido de la guerra no te permite olvidarte, ni por un instante, dónde estás, ni lo que estás haciendo aquí.

En esos momentos, cuando la oscuridad de la noche lo engulle todo, cierro los ojos y trato de pensar en ti. Tu recuerdo es lo único que me ata a la cordura, Kate, sin ti ya me habría vuelto loco. Supongo que, después de tanto tiempo, te sorprenderá que siga pensando en ti, pero es que yo nunca intenté olvidarte. A pesar de que los años han pasado y los dos escogimos a otras personas con quien compartir nuestras vidas, tu recuerdo todavía me acompaña.
Puedo verte tan claramente cuando cierro mis ojos… tu pelo castaño, tus ojos, tu sonrisa… Oh Kate, lo recuerdo todo con tanta claridad como si hubiera sucedido ayer. Como si todavía fuéramos dos chiquillos, yo con esos pantalones cortos que me dejaban frías las piernas y tú con tu vestido azul de cuadros. Recuerdo ese vestido porque lo llevabas puesto el día que nos conocimos. Tú te habías caído de la bicicleta y llorabas al ver que la sangre que salía de la herida de tu rodilla, te había manchado el vestido. En aquel momento, me miraste y me dijiste entre lágrimas “por favor, ayúdame”, y no sé qué fue lo que me impulsó a dejar a un lado mi bicicleta, a sacar mi pañuelo del bolsillo e improvisar un vendaje mientras te decía “No llores, ya está. Ya no seguirá manchándose tu vestido”. Creo que, en aquel preciso instante, me enamoré de ti.

También recuerdo el día que te acompañé a casa después del instituto y, al despedirnos, me diste un beso en la mejilla y saliste corriendo hacia tu casa, cerrando la puerta tras de ti. Me quedé paralizado como un tonto mirando la puerta, mientras el corazón se desbocaba dentro de mi pecho y tu beso me incendiaba la mejilla. Pero si hay un beso que recuerdo con mayor intensidad, es el que me diste aquella noche bajo la lluvia. Todavía puedo sentir en mis labios la delicada suavidad de los tuyos. Estabas tan hermosa aún empapada bajo la lluvia… ojalá aquél no hubiera sido el último beso que nos dimos. Ojalá nunca hubiera permitido que te arrancaran de mi lado, ojalá me hubiera enfrentado a tu familia y a la mía, haberte cogido de la mano y haber huido a cualquier otra parte. Ojalá nos hubiéramos atrevido a ser felices juntos... tú y yo, contra el resto del mundo...
A veces se paga un precio demasiado alto por los errores que se cometen en la vida. Como mi estúpida decisión de alistarme en el ejército americano. Ahora no estaría en este maldito infierno, en medio de una guerra absurda. Aunque eso, ya es tarde para remediarlo.

Cuando amanezca, abandonaremos el campamento para adentrarnos en la jungla. Las caras de los muchachos reflejan sus peores temores, sin embargo, yo, no tengo miedo. Ya te he amado en esta vida, Kate, y mereció la pena.
Le pedí al capitán Westmond que, si algo me pasara, te hiciera llegar esta cart...

De repente, una pequeña gota cayó sobre el papel emborronando la tinta. Y a ésta, le siguió otra, y otra más. Aferrándose a la carta con manos temblorosas, Kate rompió a llorar desconsoladamente, ante la entristecida mirada del capitán Westmond.

lunes, 5 de diciembre de 2011

"Deseaba que fueras tú. Lo deseaba con toda mi alma"

Han pasado muchos años desde la última vez que escribí para El cuentacuentos. Sin embargo, con la vuelta del Señor de las Historias, he querido escribir algo, porque la ocasión lo merecía y también por esa nostálgia traidora que no me dejaba en paz. Soy consciente de que ha pasado mucho tiempo, de que estoy completamente oxidada y de que, lo que he escrito, no merece mucho la pena. Pero por algún lado tenía que empezar...
En fin, al menos así podré decir que escribí una historia cortita alguna vez en mi vida xD. Lo que también me sirve para superar el desafío de escribir algo con menos de 800 palabras.
En cualquier caso, esto es lo que ha resultado:


Deseaba que fueras tú. Lo deseaba con toda mi alma…
—Nunca has sabido mentir, hermano —sentenció Termés incrédulo.
El recién coronado rey Séovir miró fijamente a su hermano mientras la guardia real, que custodiaba la puerta de entrada a la sala del trono, se agitó nerviosamente.
—Querido hermano, entiendo que mi nombramiento te haya tomado por sorpresa, pero esa no es razón para que dudes de mi palabra. Recuerda que soy tu rey y la palabra de un rey no se cuestiona —Termés apretó fuertemente sus puños y, al percatarse de ello, Séovir dejó escapar una sonrisa sibilina de entre sus finos labios—. La repentina muerte de padre, ha sido un duro golpe para todos —continuó— pero su voluntad ha quedado clara y debo cumplirla. Yo soy el primer sorprendido con mi nombramiento, pues siempre estuve seguro de que serías un digno sucesor al trono… sin embargo, no me corresponde a mí cuestionar los deseos de nuestro difunto padre. Y tal y como él nos enseñó, debemos aceptar con honor las responsabilidades que se nos otorgan.

Al escuchar a su hermano nombrar a su padre, Termés sintió cómo la rabia se extendía con rapidez por sus venas, calentándole la sangre a su paso.
De repente, una joven de largo cabello castaño y piel marmórea, irrumpió en la sala con paso apresurado.
—Mi señor —dijo llegando hasta ellos e inclinándose a modo de reverencia—. He acudido en cuanto he recibido vuestra misiva.
Termés relajó sus puños y permaneció en silencio observando a la joven. Ella se percató de que los ojos de él estaban puestos sobre ella y, nerviosa, se obligó a no apartar la vista del rey.
—Mi querida Maewen, acércate —dijo Séovir extendiéndole la mano. La joven recogió con gracilidad su voluminoso y pesado ropaje y subió lentamente los peldaños de terciopelo rojo que la separaban del trono real. Cuando hubo llegado a su altura, asió delicadamente la mano del rey y éste sonrió —. Estáis tan hermosa como siempre.
—Soís muy amable, majestad —respondió Maewen cortésmente aunque incómoda.
—Te preguntarás por qué te he mandado llamar con tanta premura, Maewen. Pues bien, te lo diré. Vos sabéis que todo rey, debe compartir el trono con una reina... —un escalofrío recorrió a Maewen, quien, incapaz de articular palabra alguna, permaneció muda—. Estoy seguro de que harás honor al trono y serás la digna reina que todos esperamos.
El silencio se adueñó de la sala cayendo como una pesada losa sobre los allí reunidos. Maewen supo controlarse para que, en su rostro, no se atisbara ni un ápice del temor que sentía en aquel instante. Sin embargo, no pudo evitar que sus ojos buscaran desesperadamente los de Termés. El joven, incapaz de apartar la vista de su hermano y temblando de ira, sintió como si un hierro caliente le atravesara lentamente las entrañas.
—No puedes pedírselo a ella —objetó Termés.
—¿Osas decirle al rey con quién debe casarse? —preguntó Séovir con tono ofendido, incorporándose lentamente del trono. 
La guardia volvió a agitarse nerviosamente.
Termés miró de soslayo a Maewen. La joven, aterrorizada, le suplicó que guardara silencio con un leve gesto negativo de su cabeza. A Termés le conmovió que, incluso en los momentos más terribles, ella siguiera estando increíblemente hermosa. Entonces, Termés relajó la expresión de su rostro y se serenó recuperando el control de la situación.
—Ella no pertenece a la realeza. El rey sólo puede desposarse con una princesa—arguyó astutamente Termés.
—Oh…—se lamentó Séovir de no haber tenido en cuenta ese detalle, mientras su mente trabajaba a toda velocidad —. Pero eso es tan injusto... como rey, publicaré un nuevo decreto para que la futura reina pueda ser cualquier mujer que el rey elija, aunque no tenga sangre real.
Convencido de que esta vez se había salido con la suya, Séovir sonrió maliciosamente. El ánimo de Maewen cayó derrotado mientras sus ojos se cerraban pesadamente y su pecho se hundía con una profunda exhalación. El único que pareció imperturbable, fue Termés, el cual, dejó escapar una inquietante sonrisa mientras pronunciaba sus últimas palabras:
—Esto no acaba aquí. Volveremos a encontrarnos, hermano.
Y repentinamente, de la nada, una densa nube de humo negro comenzó a formarse bajo los pies de Termés, que fue engullido por la negrura en cuestión de segundos, dejando perplejos a todos los presentes.



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miércoles, 26 de marzo de 2008

Mi primera historia para Cuentacuentos cumple un año


Hoy hace un año y un mes que escribí mi primera historia para Cuentacuentos. Si no la habéis leído y os apetece hacerlo, aquí la tenéis.



La mejor manera de celebrarlo habría sido con otra historia, y me hubiera encantado, pero, en este momento, me resulta del todo imposible, lo siento :(.

sábado, 22 de marzo de 2008

Cumpleaños cuentacuentil

Justamente hoy se cumple un año y dos meses de mi ingreso en Cuentacuentos. Tendría que haber hecho una mención el día 22 de enero, que era cuando correspondía, pero ultimamente en mi vida han pasado otras cosas que han distraído mi atención, no obstante como no quería dejar pasar el momento de recordar tan importante acontecimiento, por ello celebro mi cumpleaños como cuentacuentos dos meses después.

¿Qué deciros sobre esta gran familia de cuentacuentos? Desde el principio me sentí como en casa y me acogieron muy bien. Entre ellos encontré, no solo grandes talentos literarios, sino también amigos.
Me siento afortunada de formar parte de esta familia, y aunque llevo algún tiempo de sequía inspiradora, nunca he dejado de sentirme una cuentacuentos.
Formar parte de Cuentacuentos ha supuesto muchas satisfacciones para mi, ya que gracias a ser una cuentacuentos, descubrí que escribir era una de las pocas cosas que me hacía feliz y eso es algo que nunca les agradeceré lo suficiente.

Aunque estoy pasando por una etapa de bloqueo titánico, en la que nada de lo que me hacía sentir bien logra aliviar un poco esta desazón que tengo, nunca quise dejar de escribir por completo, y hubo momentos en los que me entristecía enormemente querer fabricar historias y no poder escribir ni una linea tan siquiera. Si en algún momento me planteé la idea de dejar de escribir, fue para hacer un parón, tomar aire y volver con muchas cosas que contar, pero sobre todo, con muchas ganas de contarlas.

No sé cuanto durará esto, pero espero poder escribir nuevamente algun día y volver a sentirme bien haciéndolo. Ese es mi deseo.

Gracias a todos los cuentacuentos que han hecho un poquito mas feliz mi existencia.

lunes, 11 de febrero de 2008

Todo sucedió en un minuto...

Todo sucedió en un minuto. Se necesitaron años para construir en aquel pequeño país de África, un gobierno sólido sin corrupción, una economía próspera y unos ciudadanos que se preocuparan solamente de vivir lo más felices que podían con lo poco que tenían; pero todo eso se derrumbó solamente en un minuto. Un minuto nada más fue lo que un grupo de rebeldes tardaron en atravesar la puerta de la casa presidencial, masacrar a la guardia y acceder al despacho del presidente. Un minuto tan sólo les costó acorralarlo en aquella habitación, cargar el arma y terminar con su vida de un balazo entre los ojos.
Así fue como todo lo que se había tardado años en construir, se destruyó en un insignificante minuto.

La prensa de todo el mundo se hizo eco de la terrible noticia, tomándola como una simple “guerra entre etnias”, pero nadie imaginaba que en realidad se trataba de algo mucho más grave.
Como sucede siempre, a la semana siguiente de la publicación de la noticia en primera plana, los periódicos relegaron las noticias que llegaban de aquel país a la sección Internacional y a medida que iba pasando el tiempo, el tamaño de los artículos relacionados iba encogiendo proporcionalmente de tal modo, que al mes siguiente, la gente del primer mundo ya había olvidado hasta el nombre de aquel pequeño país africano.

Olvidados por el resto del mundo, los grupos étnicos continuaron inmersos en una guerra de guerrillas que fragmentó por completo el país. Miles de personas huyeron hacia otros países vecinos, pero hubo otros que se quedaron a pesar de que se acostaban cada noche con el miedo de que tal vez no vivirían lo suficiente para ver el siguiente amanecer.
Uno de ellos fue el padre Poveda, joven misionero recién salido del seminario, que llegó allí con la inmensa energía de quien todavía cree que se puede cambiar el mundo. Apenas llevaba dos años trabajando en la escuela de la capital cuando le sorprendió la guerra civil, y a pesar de que el nunca pensó en abandonar a aquellos niños que cada mañana seguían acudiendo a la escuela porque no tenían otra cosa que hacer, día a día fue sintiéndose un poco más desalentado con la huida del resto de misioneros a sus lugares de origen.
Pero no se quedó sólo, dos personas más aguantaron a su lado. Se trataba de la hermana Mary, misionera inglesa con muchos más años de experiencia en la vida y Nangila, único maestro de la escuela.
Al principio los tres solos se arreglaron para atender a todos aquellos chiquillos que caminaban horas descalzos para acudir a un colegio que consistía en una simple cabaña de adobe sin puertas, por la que se filtraba el asfixiante calor en verano y la torrencial lluvia en invierno.
Pero a medida que pasaba el tiempo y la situación empeoraba, comprendieron que necesitaban ayuda y por ello contrataron un par de escoltas privados para que garantizase la seguridad de todos ellos. A pesar de tratarse de dos miembros de una de las tribus más numerosas de la capital, sabían que seguían corriendo peligro si alguien de un clan rival se acercaba por allí y les reconocía porque no dudarían en dejar un alma con vida.

El país llegó a tal estado de crisis que se quedó sin medios para subsistir. Los pocos campesinos que trabajaban en los campos, tarde o temprano eran asesinados y sin nadie que produjera el alimento necesario, la situación de hambruna se hizo insostenible.
Estaba claro que necesitaban un milagro… y pronto.


Mientras tanto, en otro punto de la esfera terrestre, acababa de amanecer y un hombre dormía plácidamente en el sofá de su desordenada casa. De repente alguien llamó a la puerta, pero estaba tan cansado que decidió entre sueños ignorar a quien quiera que fuese, tal vez así se marcharía y le dejaría seguir durmiendo. Sin embargo, el insistente repiqueteo de los nudillos en la madera, acabó por despertarle del todo. Malhumorado y somnoliento se levantó del sofá y fue hasta la puerta. Al abrirla, una claridad cegadora le hizo cerrar los ojos y girar la cabeza bruscamente.
Alguien carraspeó:
-Discúlpeme si le pillo en un mal momento… me llamo Gabe y me gustaría hablar con usted.
Tras ponerse la mano en los ojos a modo de visera para evitar que la luz del sol le diera de lleno, los abrió lentamente y fijó su mirada en el hombre menudo que estaba del otro lado de la puerta sosteniendo nerviosamente una carpeta negra. Al verla, la expresión de su rostro se congeló y su gesto se tornó serio.
-Olvídelo, estoy retirado -fue su escueta respuesta y acto seguido entornó la puerta con la intención de cerrarla, pero Gabe se lo impidió.
-¡Espere, por favor! Déme al menos la oportunidad de escuchar lo que tengo que decirle, y después decida si le interesa o no.
El argumento de Gabe la parecía lo suficientemente justo como para darle una oportunidad, pero todo ese asunto estaba empezando a ponerle de mal humor.
-Escuche Gabe, ya no hago trabajitos para nadie, ¿lo entiende? Dígaselo a su jefa.
-Estoy seguro de que le interesará lo que tengo que ofrecerle –sentenció Gabe.
La convicción de Gabe, le hizo reconsiderar la idea de escucharle. Después de todo, conocía bien a su jefa y sabía que le encantaban los tratos, así era como conseguía todo lo que ella quería.
La expresión de su rostro se relajó un poco y tras lanzar un hondo suspiro le dijo a Gabe:
-Tiene cinco minutos –dejándole entrar mientras se dirigía a la cocina para llenar una taza de café bien cargado.
Gabe entró y cerró la puerta tras de sí. El panorama que se encontró en el interior de la casa era desolador. Aquello parecía una auténtica pocilga en la que la suciedad y el desorden reinaban por doquier.
El escrupuloso Gabe tuvo que sortear varios montones de ropa desperdigada por el suelo hasta llegar a la cocina. Una vez allí, no encontró ninguna superficie lo suficientemente limpia para dejar la carpeta, con lo que tuvo que sostenerla entre sus manos mientras sacaba los papeles que necesitaba.
Desde el extremo opuesto de la cocina, el otro hombre le observaba al mismo tiempo que llenaba su taza de café y le añadía tres cucharadas de azúcar.
-Le quedan cuatro minutos –le anunció a Gabe. Éste, nervioso, se apresuró a rebuscar la carta que necesitaba, y tras encontrarla se la tendió al hombre quien se dispuso a leerla mientras daba un sorbo a su taza:

Estimado Abad:
Usted es la última persona que me queda a la que acudir y no lo haría si no fuera de extrema gravedad, puesto que conozco que es usted un hombre muy ocupado.
Han pasado ya 49 días desde que el conflicto se desatara en este país. Nuestra situación es precaria, carecemos de todo, hasta de lo más básico.

Sé que la orden no dispone de muchos hermanos misioneros, y los pocos que hay seguramente elegirían otro destino antes de embarcarse hacia un país en guerra, pero hago una llamada a su compasión y noble espíritu de ayuda y le pido que nos envíe a alguien. Aquí ya sólo quedamos la hermana Mary, el maestro de la escuela y yo, y entre los tres no damos abasto para atender nuestras obligaciones. Necesitamos a alguien que, por lo menos, nos ayude a cosechar los campos abandonados, de lo contrario toda la cosecha se perderá y nosotros moriremos de hambre.
Imploro a su solidaridad cristiana y rezo para que El Altísimo haga llegar a sus manos esta carta y no se pierda en el camino junto con todas nuestras esperanzas de seguir con vida.
Atentamente
Justo Poveda
”.

El hombre que sostenía su taza de café negro, terminó de leer la misiva y levantando la vista, se dirigió a Gabe.
-Así que esto es lo que quieren de mí. Olvídelo, no pienso hacerlo.
-Entiéndalo, número 4, la situación es…-
-No me llame así, estoy retirado –le dijo el hombre a Gabe clavándole una gélida mirada.
-D… discúlpeme, ¿por qué nombre debo dirigirme a usted ahora?- le preguntó Gabe atemorizado.
El hombre le devolvió la carta a Gabe y su tono de voz se tornó áspero.
-Bastará con que me llame Sven.
-S… señor Sven, no acudiríamos a usted si no hubiera un motivo de peso. Conocemos su situación y sabemos que ya no trabaja para nosotros, pero debemos admitir que le necesitamos. Después de todo usted es el único que puede hacerlo.
-¿Y qué hay del resto?
-Todos ellos se encuentran en alguna misión en este momento, usted es la única persona que puede ayudarnos.
El hombre conocido como Sven hizo una breve pausa para analizar la situación y tras unos largos minutos en silencio, dijo por fin:
-Bien, Gabe, si como usted dice están tan desesperados como para acudir a mí, el trato que me ofrecen debe ser suculento. Soy todo oídos.
Gabe carraspeó para aclarar su voz.
-He sido autorizado para transmitirle que si acepta el trabajo se le aplicará una rebaja a su condena.
El silencio se instaló entre los dos hombres. Durante un rato Sven y Gabe se escudriñaron profundamente como si cada uno tratara de escuchar los pensamientos del otro.
Sven nunca había tenido la intención de aceptar el trabajito, hasta que Gabe mencionó la rebaja de su condena. Tenía que admitir que la oferta que le estaban haciendo era demasiado tentadora y que tal vez no le volverían a ofrecer otra oportunidad así.
Gabe se preguntaba si aquel hombre frío como el hielo acabaría despedazándole con sus propias manos si llegase a rechazar la oferta que le ofrecía. Tragó saliva y trató de alejar aquellos pensamientos negativos de su mente.
Por fin, Sven rompió el silencio:
-Supongo que traerás un contrato válido con su firma, ¿verdad?
-Por supuesto señor Sven, aquí lo tengo –dijo Gabe rebuscando en la carpeta negra un papel con los bordes ribeteados en plata y acercándoselo.
Sven, que conocía la calaña con la que trataba, leyó detenidamente el contrato y después intentó partir en dos el papel, pero tras varios intentos le resultó imposible. Fue entonces cuando comenzó a pensar que todo aquello iba en serio.
-Está bien, lo haré –fue la escueta respuesta de Sven.
-Excelente señor Sven, nos alegra mucho que haya tomado la sabia decisión de…
-Si, si, si… ¿tienes un bolígrafo? –le interrumpió.
Gabe rebuscó en el bolsillo interno de su chaqueta y le entregó el bolígrafo a Sven para que pudiera firmar. Una vez rubricado el contrato, Gabe comprobó que todo estaba en orden y lo guardó a buen recaudo en la carpeta negra.
Antes de partir, Gabe le indicó las últimas instrucciones a Sven y después salió por fin de aquella casa alegrándose de no tener que volver allí nunca más.


La hermana Mary se levantó temprano aquella mañana. Tras cumplir con sus rutinas, se dispuso a barrer un poco la escuela antes de que diera comienzo la jornada. Mientras lo hacía, tarareaba una canción que había aprendido en su época de novicia y que muchas veces le había servido para ahuyentar los temores de su mente y apaciguar su espíritu. Tan entretenida estaba, que ni siquiera se dio cuenta de que había alguien más presente y se asustó dando un respingo cuando su escoba se topó de improviso, con unos pies inmóviles.
-Buenos días hijo, no me había dado cuenta de que estaba usted ahí –se disculpó azorada la hermana Mary.
-He venido a ayudar –contestó escuetamente el desconocido.
La hermana Mary tardó varios segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, una enorme sonrisa se asomó a sus labios y aferró con fuerza la cruz que colgaba de su cuello.
-Alabado sea Dios –fue lo único que alcanzó a decir y tras rogarle que le acompañara, se encaminaron en busca del padre Poveda.
A éste también le costó reaccionar en un principio, pero cuando el hombre le contó que su congregación le había enviado en respuesta a su carta, murmuró para sí una silenciosa plegaria de agradecimiento y rápidamente le puso al día de la situación.
Pocos minutos fueron los que se necesitaron para que Sven sintiera lástima por aquellas personas. La situación era tan pésima que, por primera vez desde que aceptara tomar parte en aquello, se alegró de haberlo hecho.
Sven quiso comenzar cuanto antes, de modo que le pidió al padre Poveda que le llevara hasta los campos para comprobar el daño que el abandono había causado en las cosechas. Por suerte no se perdió la totalidad de ellas como esperaba, sino que se salvó al menos la mitad.
Con una buena noticia por fin tras muchos días, el padre Poveda dejó a Sven trabajando en el campo y volvió a la escuela con la promesa de que regresaría a buscarle cuando se acercara el medio día.
Sven se puso manos a la obra, pero al poco rato y bajo un sol de justicia, comprendió que aquello iba a ser más duro de lo que había pensado. Entonces, se despojó de su camisa, se fabricó un improvisado turbante para evitar que el sol le diera de lleno en la cabeza y continuó trabajando.
Era imposible que aquel hombre blanco trabajando en aquel campo, no llamara la atención. Como era de esperar, alguien le vio y fue inmediatamente a extender el rumor. En pocas horas la noticia había corrido como la pólvora entre los poblados vecinos, tanto es así, que hubo gente que se acercó solamente para comprobar con sus propios ojos que no se trataba de un espejismo.

Por desgracia, la noticia no resultó agradable a ciertas tribus que pretendían enriquecerse con la venta de alimentos en medio de aquella escasez de todo. En menos que canta un gallo, unos cuantos se armaron y se montaron en un viejo y destartalado jeep para hacerle una “visita” a aquel blanco entrometido.
Cuando llegaron allí, la gente comenzó a salir huyendo en vista de lo que se avecinaba. El único que conservó la calma en medio de aquel revuelo fue Sven, quien vio como cuatro hombres se bajaban del jeep, dirigiéndose a él en una lengua que desconocía, y aunque no les entendía, sabía bien lo que habían ido a decirle.
Al ver que el extranjero no mostraba ninguna intención de abandonar lo que estaba haciendo, los hombres armados le repitieron la advertencia a gritos esta vez con sus armas cargadas y apuntándole.
Sven levantó las manos para intentar hacerles ver que no estaba armado y tranquilizarles, pero su gesto no fue interpretado así y los cuatro hombres abrieron fuego descargando una ráfaga de balas en el pecho de Sven, quien cayó al suelo de espaldas.
En medio de dolorosos espasmos Sven se retorció unos instantes en el suelo, y antes de quedar completamente inmóvil, una bocanada de sangre afloro a sus labios resbalando por las comisuras de su boca. Después, sus ojos se cerraron pesadamente.
Los hombres, satisfechos, volvieron a montarse en el jeep y abandonaron el lugar en medio de un jolgorio ensordecedor de gritos y risotadas dejando tras de sí una gran polvareda y a un hombre tendido en el suelo sobre un charco de sangre...

Cuando el ruido del jeep se hizo imperceptible en la lejanía, Sven abrió lentamente los ojos y tras comprobar que le habían dejado solo, trató de incorporarse. El dolor era considerable, pero como estaba acostumbrado, no emitió ni un solo quejido. En lugar de eso, y como si fuera lo más normal del mundo después de que a uno le hubieran rellenado el pecho de plomo, se puso de pie, se sacudió el polvo y se puso la camisa para no llamar la atención, mientras miraba al suelo viendo como su sangre se filtraba por completo en la tierra. Entonces le sobrevino una sed terrible y emprendió el camino de regreso a la escuela, con cierto fastidio porque las cosas habían de desvelarse mucho antes de lo que él había previsto.


Continuará… o no.





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miércoles, 24 de octubre de 2007

100 frases cuentacuentiles.

El cuentacuentos celebra esta semana sus 100 frases propuestas, de las que han salido historias maravillosas. Yo personalmente me siento muy agradecida al Señor de las Historias y a todos los que han hecho posible que, semana tras semana, llegáramos a las 100 frases. Para mí, entrar a formar parte de esta gran familia, ha supuesto muchas satisfacciones y la enorme e inmerecida suerte de encontrar auténticos artistas de la pluma, de los que me confieso fan absoluta. Gracias a vosotros puedo añadir a mis recuerdos uno que me hace feliz.

Desde ya os pido disculpas porque hace mucho que no escribo y estoy un poco desentrenada, no obstante he abandonado mi periodo ermitaño porque quería celebrarlo con todos los cuentacuentos. En fin, no me enrollo más, esta es mi historia para celebrar con vosotros el acontecimiento:




El incesante goteo que se oía de fondo procedente de algún lugar impreciso, era el único sonido que rompía el silencio sepulcral de la celda. Apenas un tímido rayo de claridad se colaba por la minúscula rendija abierta en la pared de piedra, que hacía las veces de ventana. No había nada más, al menos nada más que él pudiera distinguir en aquella densa oscuridad.
Tenía la boca pastosa y la lengua completamente seca, trataba de paladear el aire para producir un poco de saliva que humedeciera su boca, pero aquello no le funcionaba, se moría de sed. No recordaba la última vez que había mojado sus labios con el líquido elemento y su desesperación iba en aumento al estar escuchando el goteo que reverberaba por toda la celda. Si al menos pudiera liberarse de las cadenas que lo mantenían suspendido del techo con los brazos en cruz, podría buscar la procedencia del ruido y saciar así su sed. Poco le importaba ya la procedencia del líquido, a esas alturas se hubiera bebido hasta el agua fecal que manaba de un escape en la tubería del desagüe. Pero cuanto más intentaba moverse, más se cansaba y más se resentían los músculos de sus brazos y su espalda. El dolor, los calambres, la sed, la impotencia y el desánimo le arrancaron de cuajo un grito agónico que brotó a borbotones de su garganta.
¿Cómo había llegado a aquella situación?, era incapaz de recordar como empezó todo aquello, quién le mantenía preso y el motivo de su cautiverio. Por más que intentaba rebuscar en sus recuerdos no encontraba nada, nada excepto brumas y más brumas.
De repente escuchó el ruido de pasos lejanos que se acercaban a buen ritmo. Por las pisadas sabía que se trataba de varias personas, pero incluso en ese momento no tuvo miedo, lo peor que podían hacerle, fuera quien fuese, era liberarle de aquel sufrimiento dándole muerte y aquello no le parecía tan malo.
La puerta de la celda crujió sobre sus goznes y con un chirrido ensordecedor se abrió para dar paso a dos hombres ataviados únicamente con grilletes en el cuelo, las muñecas y los pies, y que portaban grandes antorchas que vomitaron luz sobre cada uno de los rincones de la diminuta celda. Cada uno de ellos se situó a un lado de la puerta y de frente al prisionero, después no se movieron más, ni pronunciaron una sola palabra, simplemente aguardaron.
El prisionero que no entendía nada, les pregunto:
-¿Quiénes sois?, ¿qué hago aquí? -Pero no recibió respuesta.
En ese instante, una figura envuelta en una capa negra, hizo acto de aparición en la celda y los esclavos bajaron sus cabezas a modo de reverencia.
-Vaya, veo que aún no estás muerto –dijo la figura encapuchada-. Me sorprende tu resistencia, otros cayeron antes que tú y eran mucho más dignos de ser considerados personas.
El prisionero no podía ver el rostro de su interlocutor porque lo mantenía oculto, pero por el timbre de voz sabía que se trataba de una mujer.
-¿Qué te ocurre mortal?, ¿no sabes quien soy, verdad? –dijo la encapuchada al ver que el prisionero no pronunciaba palabra alguna y la miraba con la expresión de alguien que está tratando de buscar en su memoria algún dato que le hiciera reconocer a esa mujer.
La encapuchada sonrió bajo su capa y lentamente se descubrió el rostro, pero el prisionero no alcanzó a reconocerla.
-¿Quién eres tu? –le preguntó a aquella mujer de rasgos perfectos y belleza sobrehumana. Ella volvió a sonreír y dijo:
-Soy Némesis.
El silencio se apoderó de la celda y el goteo volvió a hacerse protagonista. Al ver que aquel nombre no le decía nada, Némesis chasqueó la lengua en un claro gesto de fastidio.
-¡Por todas las musas del Olimpo, siempre pasa lo mismo!, ¿Qué pasa que no os enseñan mitología en el colegio? –espetó enfadada.
El prisionero, boquiabierto e incapaz de emitir un solo sonido, negó con la cabeza.
Némesis farfulló algo en griego antiguo que tenía todo el aspecto de ser una retahíla de palabrotas y maldiciones.
-No tengo tiempo para esto… te diré que soy Némesis, la diosa griega de la venganza y que he venido a impartirte tu justo castigo, mortal. El resto lo buscas en el Google cuando salgas de aquí, si es que sales. Pero asegúrate de buscarlo, porque si sobrevives y volvemos a encontrarnos, me disgustaría profundamente que te preguntara y no supieras nada más de mi –dijo Némesis clavando sus encolerizados ojos en los del prisionero.
Éste quedó todavía más perplejo que antes y el único gesto que emitía era un parpadeo acelerado.
-¡Que!, ¿te cuesta procesar la información, no?, he visto módems que parpadeaban más rápido que tu –le dijo al prisionero, pero éste no reaccionaba.
-Estúpidos mortales…-masculló cada vez más irritada.
De repente otro esclavo entró apresurado en la celda y arrodillándose con la mirada fija en el suelo, dijo:
-Ama, se requiere vuestra presencia en la celda 47. Ha llegado un nuevo prisionero.
-Enseguida voy –contestó Némesis, y el esclavo asintió para ponerse en pie nuevamente y salir a toda prisa de la celda-. Tengo asuntos que atender, así que no puedo perder un tiempo contigo que no mereces.
-P…pero… ¿qué hago aquí y que es eso que has dicho de un castigo? –dijo finalmente el prisionero.
-¡Pero si habla! –dijo Némesis rebosante de sarcasmo-. Es inútil que te lo explique ahora porque tarde o temprano volverás a olvidarlo, así que me limitaré a decirte que si alguna vez pensaste que podías salir impune de tus infamias, te equivocaste. Todo se paga en la vida, más tarde o más temprano, y ahora te ha tocado a ti pagar.
-¿Pero qué infamias?, yo no he hecho nada –respondió el prisionero.
-¿Ah, no?, ¿y qué me dices de todas esas personas a las que has herido sabiendo que les estabas causando daño?, ¿Qué me dices de todas esas mujeres a las que has seducido solo para obtener sus favores carnales y después has dejado tiradas cuando ya era tarde para ellas y se habían enamorado de ti?
El prisionero calló súbitamente al darse cuenta de que Némesis conocía bien su vida, y por primera vez sintió miedo.
-Vas a sufrir un justo castigo mortal, el mismo dolor que has causado te será devuelto, ni más ni menos, el mismo –continúo Némesis.
-P… pero yo… -balbuceó el prisionero.
-No hay nada que puedas hacer, ya estás sentenciado –concluyó Némesis.
Y antes de que el prisionero pudiera decir algo más, ella alargó su mano y como si se tratara de un ser incorpóreo, atravesó el pecho del prisionero abriéndose paso entre piel, músculos, huesos y vísceras. El hombre, tremendamente impresionado y con el rostro desencajado, emitió un grito de horror cayendo presa del miedo mas atroz que había sentido en toda su vida. Sin poder controlarse, se zarandeaba de un lado a otro mientras gritaba con todas las fuerzas que le quedaban. Pero fue inútil, Némesis ya había llegado hasta su corazón y tras cerrar su mano alrededor del órgano, lo apretujó entre sus dedos para reducirlo al tamaño de una uva pasa, produciéndole al hombre una angustia infinita, cortándole la respiración y dejándole completamente mudo.

El prisionero comenzó a experimentar el dolor, la pena, la aflicción, la angustia y el desconsuelo más intenso y más profundo que jamás había sentido, y Némesis supo entonces que ya había comenzado su castigo.
Lentamente sacó su mano del pecho del hombre y se embozó en su capa negra. Antes de salir de la celda se detuvo frente a uno de los esclavos que sostenía una antorcha junto a la puerta y le dijo:
-El corazón volverá a su estado normal poco a poco, todavía le quedan muchas horas de agonía, pero cuando vuelva en sí, avisadme.
El esclavo asintió y Némesis salio de la estancia seguida por los dos esclavos que cerraron la pesada puerta haciéndola chirriar ensordecedoramente y sumiendo a la celda en un espeso silencio que solo era roto por el inacabable goteo procedente de algún lugar impreciso.




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miércoles, 11 de julio de 2007

Los hombros del ángel se estremecían mientras lloraba...


Los hombros del ángel se estremecían mientras lloraba arrodillado junto al cuerpo sin vida de una joven. Su cadáver yacía con un tajo certero en el cuello por donde se había desangrado. La roja sustancia teñía la piedra del suelo de la catedral mientras las lágrimas del ángel caían ininterrumpidamente sobre la muchacha mojando su pálida y fría tez.
–He fracasado –se decía Melvin una y otra vez sin poder apartar la vista del inexpresivo rostro de la mujer.
–Vamos Mel, no seas tan duro contigo mismo –ironizó una voz cavernosa que reverberó por todo el edificio.
Melvin levantó la vista y se encontró a Mefistófeles, sonriendo con plena satisfacción, que estaba apoyado de brazos cruzados sobre uno de los pilares tallados que se elevaban hasta la cúpula de la catedral.
–Te enfrentabas a mí, es normal que hayas salido perdiendo. Sin embargo me has sorprendido, pensé que me darías menos problemas. Eres un novato con mucho talento Mel, si te echan de ahí arriba siempre puedes venir a verme, te haremos un huequito entre los nuestros –dijo Mefistófeles con un brillo malicioso en sus pupilas.

–Tú… tú… –dijo Melvin sin acertar a decir nada más porque se le agolpaban las palabras en la garganta.
–Tranquilo Mel, la ira es un pecado capital. A tu jefe no le gustará –continuó regodeándose Mefistófeles.

En ese instante, el cuerpo de la muchacha comenzó a refulgir con un brillo argénteo. Poco a poco su alma iba saliendo de su cuerpo hasta que lo abandonó por completo y permaneció levitando suavemente sobre él. La joven se estremeció al divisar su cadáver tendido sobre un charco de sangre.
–¡Estoy muerta! –se dijo con el rostro desencajado al darse cuenta de lo que había hecho. La muchacha quiso llorar pero no pudo, o eso es lo que a ella le pareció, porque no sintió sus lágrimas resbalar por sus mejillas. No tenía conciencia de su cuerpo, era una masa de aire etérea sin límite corporal y se sentía extrañamente liberada, mucho mas ligera y capaz de empatizar con su alrededor al sentir la energía de las cosas y su propia energía. Era capaz de sentir cualquier cosa sin límite alguno, con mayor intensidad de la que jamás había conocido.

–Así es Malka, y tengo que decirte que no está nada mal, ha sido un gran corte, limpio y rápido. El amo se alegrará mucho de contar con alguien con unas habilidades como las tuyas entre sus filas –dijo Mefistófeles.
Malka observaba horrorizada a Mefistófeles, quién nunca había aparecido ante ella con su verdadero aspecto, y comenzó a sentir que el mal que irradiaba el demonio se filtraba rápidamente en su espíritu.
–¡No! –Chilló Melvin con lágrimas en los ojos-. No puedes llevártela.
–Claro que puedo, ella me ha entregado su alma voluntariamente y al suicidarse me ha ahorrado gentilmente tener que matarla yo mismo. Dos pecados imperdonables en el mismo día Mel… infierno seguro –se jactó Mefistófeles.
Melvin sabía que Mefistófeles estaba en lo cierto, habían sido dos pecados imperdonables y él no podía hacer nada para cambiar la situación, aquello se le escapaba de las manos.
–¿Melvin? –preguntó Malka mirando fijamente a aquél ángel que estaba arrodillado junto a su cuerpo.
–Sí, Malka –le respondió con la voz entrecortada.
–¡Eres un ángel! –exclamó atónita sin poder apartar los ojos de las dos colosales y níveas alas que sobresalían de la espalda de Melvin.
–Y yo un demonio y tu una muerta. Excelente apreciación, Malka -espetó Mefistófeles perdiendo la paciencia-. Y ahora venga, larguémonos de aquí, Gengis me esta esperando para meterle una estaca por el culo.
Mefistófeles chasqueó los dedos y un gran agujero negro se abrió a sus pies, del que emanaba un hedor asfixiante a maldad y a azufre y del que se escapaban los gritos desgarradores de los condenados. Una fuerza invisible comenzó a atraer el espíritu de Malka hacia el agujero.
–¡No! –gritaba ella desesperada sin poder resistirse a la fuerza de succión del gran hoyo–. ¡Nooooooooooo!

Y el agujero se la tragó por completo ahogando sus gritos y devolviendo un silencio imperturbable a la catedral.
Mefistófeles se dispuso a seguirla pero antes de adentrarse en el hoyo, se dio el lujo de lanzar un escupitajo a una de las imágenes de santos que había sobre un pedestal, la cual comenzó a retorcerse y descomponerse por acción de la negra sustancia, igual que si la hubieran arrojado un ácido altamente corrosivo.
Con una diabólica carcajada, Mefistófeles saltó al vacío introduciéndose en el agujero y éste se cerró inmediatamente tras él.


Melvin se había quedado solo con el cuerpo sin vida de Malka y Mefistófeles se había llevado su alma al averno. Había fracasado estrepitosamente y ahora el príncipe de las tinieblas contaba con otra alma pura entre las filas de su ejército del mal. Era cuestión de tiempo que corrompiera el alma de Malka y entonces se convertiría en un peligroso soldado infernal al que sería muy difícil abatir en la Gran Guerra Final.
Desolado, Melvin se agachó junto al cuerpo de Malka e hizo lo único que podía hacer por ella en aquél momento: orar.

Mientras de sus labios salían plegarias en una desconocida lengua, Melvin apartó un mechón de pelo del rostro de Malka. En ese instante, un brillo repentino refulgió en el pecho de la muchacha, deslumbrando a Melvin, quién encontró un medallón plateado en forma de corazón oculto entre los pliegues de su blusa. Cuando lo cogió entre sus dedos para verlo mejor, éste se abrió provocando que Melvin diera un respingo. Se trataba de un medallón que contenía una pequeña foto en su interior: era Malka abrazada a un joven.
Melvin reconoció al muchacho como el gran amor de Malka, por el que tantas veces la había visto llorar en secreto tendida en la cama de su cuarto. Él sabía cuánto lo amaba ella, porque podía sentir cómo el amor centelleaba en la mirada de la muchacha cada vez que pensaba en él, y se lamentó de que el joven nunca hubiera sentido por ella lo mismo que sentía Malka por él.
Melvin conocía bien el amor y la complejidad de este sentimiento y se lamentó de que los humanos lo utilizaran en sus estúpidos juegos, como si se tratara de niños jugando con un arma de fuego cargada.

Y entonces lo comprendió.
–¡El amor!... el amor está más allá del bien y del mal porque no está aliado con ningún bando y puede hacer que te inclines hacia un lado u otro por su culpa –dijo en voz alta entusiasmado porque las piezas comenzaban a encajar en su cabeza–. Ya sé cómo arreglar esto.

De repente Melvin se vio sumergido en una tenue y blanquecina bruma. Sobresaltado, se dio cuenta de que estaba atravesando las nubes y cayendo en el vacío. A sus pies comenzó a distinguir tierra firme aproximándose a él a una velocidad cada vez mayor y recordó que se encontraba viajando a la tierra en una misión para proteger a una niña recién nacida. En ese momento se dio cuenta de que todo lo que había ocurrido, no había sido más que una premonición, puesto que los ángeles tienen ese don.
Mientras su cuerpo iba descendiendo rápidamente, una extensa sonrisa se dibujó en sus labios, al mismo tiempo que dirigía una plegaria silenciosa con la vista perdida en la infinidad del firmamento.






Más ángeles en El cuentacuentos.

lunes, 2 de julio de 2007

La mirada que le devolvió el espejo no era la suya...

La mirada que le devolvió el espejo no era la suya, ni tampoco reconocía a la mujer que la observaba desde el otro lado. Ya no se reconocía en aquellos ojos atormentados, ni en aquella mirada fría como el hielo.
Mientras se contemplaba no paraba de preguntarse a dónde habría ido a parar la niña de sus recuerdos, aquella cuyos ojos refulgían de vida y de sueños por cumplir, aquella misma niña que imaginaba que era un pirata cuando jugaba con su espada de madera y que no quería ser princesa, como las demás niñas, porque le parecía demasiado aburrido estar esperando en la torre más alta del castillo, a que alguien la rescatara.
Hubiera jurado que se trataba de un simple espejismo de su imaginación si no fuera porque el recuerdo permanecía grabado a fuego en su memoria, latente a pesar del tiempo.
–Mi señora… –dijo alguien irrumpiendo repentinamente en su tienda de campaña–. Las tropas aguardan vuestras órdenes.
Yngvild se sobresaltó con la irrupción del joven guerrero y le clavó una furibunda mirada.
–Lo lamento, mi señora, pensé… –comenzó a modo de disculpa el joven.
–La próxima vez que entres sin permiso, no vacilaré en atravesarte –interrumpió ella.
–Sí, mi señora –dijo el muchacho tragando saliva con dificultad al sentir la gélida mirada de la mujer.
–Prepara mi yegua –le ordenó mientras cogía su espada que reposaba en una mesa, encima de un gran mapa geográfico con numerosas cruces rojas.
El muchacho asintió e hizo una leve reverencia antes de abandonar la tienda.

Mientras se ceñía la vaina a su talle, Yngvild se lamentó de la falta de respeto que mostraban los guerreros de ahora. Cuando ella era pequeña no se le habría ocurrido a nadie entrar en la tienda de un General de esos modos, porque todo el mundo conocía el castigo que ello implicaría. Pero aquellos eran otros tiempos, la gente luchaba entonces para defenderse y ahora… ahora se luchaba para destruir, someter, conquistar y enriquecerse.
“La vida es lucha, Yngvild”, le había dicho en una ocasión su padre, pero ella entendía que coger una espada y sesgar la vida de otro, se justificaba si era tu vida la que estaba en peligro, o la vida de tu familia, o incluso tu aldea. Matar por matar era algo que seguía repudiando a pesar de las numerosas batallas que acumulaba a sus espaldas.

Con un profundo suspiro, se ajustó el casco y salió de la tienda. Fuera, una hueste de veteranos guerreros ultimaba el bruñido de sus pertrechos y la preparación de sus monturas, mientras un hedor a acero y sudor contaminaba el ambiente anunciando la batalla que estaba a punto de producirse.
Yngvild buscó con la mirada a Gunnar y cuando lo divisó ajustando la montura de su caballo, atravesó el campamento para acercarse a él.
–Mi señora –la saludó este cuando llegó.
– ¿Todo está listo, Gunnar?
–Todo dispuesto mi señora.
En ese momento una bandada de cuervos negros atravesó el campamento aleteando ruidosamente e incomodando a los supersticiosos. Sólo Yngvild siguió su trayectoria con la vista mientras se perdían en la lejanía.
–Gunnar –habló ella finalmente–, informa a tus hombres de que rectificamos el rumbo.
–Mi señora, ¿no creeréis en esas antiguas supersticiones sobre cuervos, verdad?
–Los cuervos son mensajeros de Odín, Gunnar. Cuando aparecen siempre traen un mensaje consigo.
Gunnar calló porque consideraba inapropiado contradecir las órdenes de un superior, a pesar de que no estaba de acuerdo. Había trazado milimétricamente la estrategia con ella y sabía que habían escogido la mejor opción para una férrea ofensiva. Le parecía poco menos que una insensatez cambiarla por la aparición inesperada de una bandada de cuervos.
En ese momento sus ojos se encontraron con los de Yngvild y sintió como ella leía cada uno de sus pensamientos a través de su penetrante mirada. Avergonzado por no haber recordado que ella tenía la extraña habilidad de adivinar los pensamientos de los demás, dijo:
–Mi señora, no os ocultaré mi preocupación por vuestro cambio en la estrategia que habíamos trazado.
–Lo sé, Gunnar. Conozco los temores que te asaltan, pero deberías confiar en mí –le dijo.

Desde que Gunnar podía recordar, siempre había visto a Yngvild junto a su padre en las batallas. A pesar de su corta edad, su padre siempre la llevaba consigo, pues en más de una ocasión había salvado su vida y la de muchos de sus hombres gracias a su don. Era capaz de leer los pensamientos a través de la mirada, anticipándose así a las acciones de sus contrincantes convirtiéndose así en una temida guerrera. Muchos trataron de secuestrarla o matarla con desastrosos resultados, cosa que divertía a Yngvild, quien se complacía alardeando frente a ellos de su superioridad. Sin embargo, desde la muerte de su padre, Yngvild comenzó a considerar su don como una maldición ya que no le había servido para salvarle la vida. La amargura que consumía a Yngvild había hecho estragos en ella, endureciendo las facciones de su rostro e intensificando su gélida mirada.
Gunnar siempre había temido su don, por eso medía cada uno de sus pensamientos cuando estaba cerca de ella para que no advirtiera cuales eran sus verdaderos sentimientos. Se consolaba con que tal vez su don sólo leyera la mente y no el corazón, porque de ser así, ya hace tiempo que hubiera descubierto lo que sentía por ella. Por eso evitaba mirarle a los ojos y encontrarse con aquella mirada que tanto amaba y temía y que le traspasaba justo como lo estaba haciendo en aquel instante.
–Confío en vos, mi señora, ya lo sabéis –dijo Gunnar finalmente.
Yngvild sonrió ante aquella afirmación y asintió levemente para añadir:
–Entonces dile a tus hombres que cambiamos el rumbo. El vado ya no es seguro y puesto que algo ha asustado a los cuervos irrumpiendo en sus dominios, podemos contar con que el enemigo ya ha alcanzado el bosque.
Gunnar siempre se maravillaba con la genuina habilidad que ella tenía para la advertir todas esas cosas que hacían grande a un general, por eso lo único que añadió a continuación fue:
– ¿Cuál es el nuevo rumbo, mi señora?
–Las montañas Hjalmarr –contestó.
–En ese caso iré enseguida a avisar del cambio de rumbo y a añadir algo de ropa de abrigo a nuestra comitiva.
–Bien, partiremos en cuanto esté todo listo. El camino que nos queda por delante es largo y quiero emprenderlo cuanto antes.
–Sí, mi señora –dijo Gunnar haciendo una leve reverencia y cogiendo la rienda de su caballo para encaminarse a cumplir con lo que le había pedido Yngvild.
A lo lejos, el relincho de una yegua que Yngvild reconoció al instante como la suya, le hizo dar media vuelta y dirigirse al lugar donde sujetaban sin éxito al inquieto animal, quien con unas caricias de la mujer, pareció calmarse y dejó que lo terminaran de preparar.

Cuando todo estuvo dispuesto, Yngvild montó sobre su yegua y se dirigió al frente de sus hombres para hablarles, como era costumbre.
–Nos queda una larga travesía hasta las montañas y sé que muchos de vosotros teméis esa ruta. Es arduo el camino que nos aguarda pero la victoria es nuestra recompensa. Caeremos sobre el enemigo como una nevada inesperada y para cuando quieran reaccionar ya tendrán nuestro acero hundido en sus carnes –un gruñido de satisfacción comenzó a extenderse entre los hombres, quienes intercambiaban muecas representando la cara de sus enemigos moribundos.
– ¿Estáis conmigo? –les preguntó Yngvild.
–¡¡Síiiiiii!! –corearon ellos.
–No os oigo, ¿estáis conmigo? –repitió.
–¡¡¡SÍIIIIIIIIIIIIII!!! –respondieron sus hombre rugiendo atronadoramente al unísono.
–Haremos nuestra mejor ofrenda a Tyr con la sangre derramada de nuestros enemigos, ¡¡qué corra a nuestros pies como un río infinito!!
Los gritos de los guerreros se propagaron por todo el campamento enardeciéndoles y a continuación emprendieron la tortuosa marcha, hacia las montañas de Hjalmarr cuando el sol se encontraba en su punto más alto, lo mismo que sus ánimos.




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lunes, 11 de junio de 2007

El gatito correteó juguetón entre sus piernas...


El gatito correteó juguetón entre sus piernas buscando un poco de atención. Le propinó varios zarpazos a la negra túnica entre la que se enredaba y hasta la mordisqueó, pero sus intentos fueron totalmente en vano.
–Ahora no –le dijo el dueño de la túnica sin levantar la vista del gran libro donde hacía anotaciones sin cesar.
El gato dio un resoplido de fastidio y se fue a rebuscar algo que pudiera echarse a la boca, dejando solo al hombre en aquella estancia.
La tenue luz de las antorchas ancladas en las paredes de roca, aportaba una ligera claridad a la lóbrega habitación. El tono rojizo oscuro de la roca, la falta de decoración y la ausencia total de ventana, la hacían aún mas tétrica, pues lo único que allí había, en el centro mismo de la habitación, era un pedestal que sostenía un gran libro de cuero marrón y un polvoriento reloj de arena situado a su siniestra.
–Estúpido gato, todavía no entiendo como vino a parar aquí –murmuró mientras movía su pluma dorada sobre el libro garabateando nombres y tachando con un borrón algunos de los nombres que ya estaban escritos, los cuales, se diluían lentamente hasta desaparecer por completo. En su lugar aparecía un único símbolo del que podían distinguirse tres variantes en su grafía: una efe mayúscula invertida, una efe mayúscula girada sobre sí misma y una efe mayúscula tumbada sobre su extremo más largo.
La escasez de luz no impedía al hombre llevar a cabo su tarea con precisión, puesto que manejaba con destreza pasmosa el movimiento de la muñeca, dando la sensación de que su mano tenía vida propia y escribía por él.
De repente, la pluma se detuvo en seco cuando el hombre leyó el ultimo nombre que acababa de anotar en el gran libro. Inmediatamente dio la vuelta al reloj de arena que se paralizó por completo y abandonó la estancia a toda prisa. Atravesó un vestíbulo y llegó a una gran puerta negra de metal forjado que se abría chirriando ruidosamente sobre sus goznes a medida que el hombre se aproximaba a ella.
Al cruzar la puerta se encontró con el espectáculo dantesco que tenía lugar en aquella nueva sala: cientos de esclavos desnudos, hombres, mujeres y niños se encontraban atados entre sí con cadenas y grilletes tanto en el cuello, como en manos y pies. Algunos demonios que se ocupaban de dirigir a las hordas de humanos hacia otros lugares, chasqueaban sus látigos en el aire arrancando sollozos, súplicas y gritos desgarradores. Pero los demonios, impasibles, descargaban sobre los esclavos toda su furia sobrenatural abriendo sus carnes, de las que manaba roja la sangre a borbotones, para al instante volver a cerrarse la herida y repetir así el ciclo de sufrimiento eterno.
Más hacia el centro de la sala, una larga fila de humanos todavía vestidos, miraban con horror y con rostros desencajados el castigo que se les estaba propinando a los esclavos. Dicha fila se encaminaba hacia una pequeña mesita donde otro demonio efectuaba un registro de nombres y se encargaba de enviar a cada uno de ellos a las partidas de esclavos, a las cámaras de tortura o a otros lugares, dependiendo de la clase de pecados cometidos durante su vida en la tierra.

El escriba cruzó como una exhalación la sala y llegó hasta el fondo de la misma para girar a la izquierda abandonando el lugar a toda prisa y adentrándose en un largo pasillo. En éste, optó por dirigirse hacia la puerta situada más al fondo, sobre la cual, un pequeño cartel informaba que se trataba de la sala 666. Una vez frente a la puerta, golpeó 6 veces con los nudillos y esperó a que una espeluznante voz que surgió del otro lado le diera permiso para entrar.
–Majestad, una de ellas acaba de nacer –dijo el escriba acercándose reverenciosamente hacia el gran trono de ébano que presidía la sala. Dos pupilas rojas centellearon en la negrura.
–Excelente –siseó satisfecha la figura sin abandonar le penumbra que engullía su trono–. Tráeme a Mefistófeles.
El escriba asintió y con una exagerada reverencia abandonó de nuevo la sala para ir en busca de Mefistófeles. Esta vez se dirigió hacia una sala identificada por una placa como “Cámara de torturas” y un hedor a sangre, sufrimiento, azufre y maldad le dio en la nariz cuando abrió la puerta.
Toda clase de torturas inimaginables se estaban dando lugar en aquella inmensa habitación: Hitler era eternamente gaseado hasta la asfixia en una cámara de gas, Adán era aplastado por una colosal roca una y otra vez, Al Capone y Stallin eran descuartizados por un hercúleo demonio que arrancaba sus miembros de cuajo, los cuales volvían a crecerles instantáneamente. Y en el aire... en el aire flotaban lamentos y gritos de dolor desgarradores que se entremezclaban con demoníacas risotadas y aullidos de triunfo y satisfacción.
El escriba buscó con la mirada a Mefistófeles y se dirigió hacia él cuando lo halló sonriendo al ver como era empalado vivo Gengis Kan.
–Él te manda llamar, una de ellas ha nacido –le dijo escuetamente. Mefistófeles no dijo ni una palabra y abandonó la sala seguido por el escriba para dirigirse a la sala 666.
–Majestad... –pronunció por fin Mefistófeles ante el trono del príncipe de las tinieblas.
–La hora ha llegado Mefistófeles. Te confío esta tarea puesto que eres uno de mis más leales súbditos. Uno de ellos acaba de nacer, en este caso es una hembra humana, ya sabes lo que has de hacer. Un alma como la suya es un bien preciado para ambos bandos, no olvides que los otros también enviarán a alguien para tratar de atraerla a sus filas. Recuerda que debes hacer que ella desee entregármela libremente, sino no podremos hacernos con todo su poder, puesto que un alma robada pierde una parte de su esencia quedando atrapada en el cuerpo, y así no me sirve. La quiero intacta.

Mefistófeles asintió y las rojas pupilas que lo escudriñaban desde la oscuridad del trono refulgieron de malignidad.
–Ve y tráemela –le ordenó.


El escriba y Mefistófeles hicieron una reverencia abandonando seguidamente la sala para dedicarse cada uno a sus tareas. Mefistófeles, que iba delante, tropezó con el gatito juguetón al salir de la estancia y le propinó un tremendo puntapié que el gato esquivó ágilmente haciéndole huir despavorido.
Justo en el mismo instante en que cerraron la puerta tras de sí, unas atronadoras carcajadas maléficas estremecieron los cimientos del infierno.


En otro lugar...



El gatito correteó juguetón entre sus piernas y el muchacho lo cogió para acariciarlo y hacerle carantoñas.
–No sé cómo habrás llegado hasta aquí, pero eres un gatito muy bonito –le dijo mientras le rascaba la panza y el gato ronroneaba con una cara de satisfacción bastante cómica que le arrancó una sonrisa al muchacho.
–Melvin... –dijo una voz apareciendo de repente a sus espaldas asustando al muchacho y al gato que saltó de los brazos de este para salir corriendo a esconderse.
–Metatrón .. ¿qué sucede? –le preguntó al ver la expresión de preocupación que arrojaba su tenso rostro.
–Tengo una misión para ti –contestó.
–¡Estupendo, por fin me dan mi primera misión! –exclamó el muchacho lleno de alegría.
–No te alegrarás tanto cuando sepas de qué se trata –le dijo–. Escúchame bien Melvin, esta es una misión de suma importancia y no me corresponde a mí cuestionar las ordenes que vienen directamente de Él, así que presta atención porque es muy importante que entiendas bien todo lo que te voy a explicar.
La alegría se diluyó del rostro de Melvin para dar paso a la misma expresión de preocupación que manifestaba Metatrón.
–Uno de ellos ha nacido, se trata de una hembra en esta ocasión. Desde este momento tu serás su ángel de la guarda, esa es la misión que te ha sido encomendada. Recuerda que no debes influir en ella de ningún modo, no puedes quebrantar las reglas, el libre albedrío es la voluntad divina, Melvin. Ya sabes que no puedes contestar las grandes preguntas de los humanos, no te corresponde a ti responder esas cuestiones y no has sido enviado para responderlas, sino para proteger a la chica. Uno de los Otros ha sido enviado para dar con ella, debes ponerte en camino inmediata...
–¿Cómo? ¿Uno de los Otros ha sido enviado ya? –interrumpió Melvin alarmado.
–Así es muchacho, comprenderás la urgencia de tu partida y de...
–¡No puede ser! Tiene que haber un error Metatrón. Yo sólo soy un ángel novato, no pueden haberme enviado a mí para esta misión, debería hacerla alguien como Gabriel o Miguel o alguien con más experiencia.
–Él tiene sus propios planes, ya deberías saberlo Melvin.
–Pero... pero...
–Escucha muchacho, no fue fácil conseguir esas alas ¿verdad que no? –Melvin negó con la cabeza– Si las tienes es porque te las has ganado, estoy seguro de que podrás hacerlo y como ves no soy el único que confía en ti para llevar a cabo esta misión. Melvin, abrumado por la inmensa responsabilidad que se depositaba sobre sus hombros, comprendió que Metatrón tenía razón, y que si habían confiado en él para esta misión no podía defraudar. De modo que inspiró profundamente y sonriendo sentenció:
–Estoy listo.

Metatrón puso una de sus manos sobre el hombro del muchacho y le sonrió levemente para después decirle:
–Él está contigo.
La sonrisa de Melvin se engrandeció y un brillo especial asomó a sus pupilas. Estaba preparado para partir. Metatrón lo acompañó hasta la Puerta Dorada y permaneció allí sonriéndole, hasta que Melvin fue enviado a la tierra y se desvaneció sin dejar rastro.
Entonces Metatrón abandonó su pose al mismo tiempo que su sonrisa de disipaba y la preocupación se apoderaba de él, y con un largo y profundo suspiro exclamó:
–Que Él lo asista.


En un tercer lugar...



El gatito correteó juguetón entre sus piernas y ella ni se inmutó.
–Déjate de zarandajas Morg y dime qué es lo que me traes –dijo.
El gatito dejó escapar una leve sonrisa de entre sus labios y de un salto se subió a una silla para sentarse tranquilamente sobre sus cuartos traseros. En ese instante el cuerpo del animal sufrió una repentina transformación hasta quedar convertido en un humano.
–Hoy estamos de mal humor, ¿eh, Pandora?
La mujer lanzó una mirada furibunda a Morg, quien entendió que no era prudente disgustarla en ese estado.
–Está bien, esto es lo que ha averiguado: un alma pura acaba de nacer, es una hembra humana y los dos bandos ya han enviado a alguien para recibirla.

Pandora relajó su expresión y se acercó al mapa terrestre que colgaba de una de las paredes de la habitación y que estaba salpicado por brillantes puntitos negros (que tenían sobre ellos un símbolo parecido a una efe invertida), blancos (con una efe girada sobre sí misma flotando encima de ellos) y algunos puntitos plateados. Estos últimos eran los más grandes en comparación con el resto.
–Así que los dos bandos ya han enviado a uno de los suyos –dijo Pandora mientras acariciaba su larga y nívea cabellera.
–Y por la prisa que se han dado yo diría que esta alma es de las buenas –añadió Morg.
–¿A quién han enviado?
–Eso es muy gracioso, siéntate, te va a encantar –respondió Morg con una sonrisa socarrona. Pandora se aproximó a su mesa de trabajo y se sentó en su mullido sillón.
–¿Y bien?
–Los de abajo han enviado a Mefistófeles y los de arriba a un ángel novato llamado Melvin, lo cual es muy gracioso porque el muchacho rasca muy bien la panza pero no creo que tenga ni la menor idea de a lo que se enfrenta.
–Necio, Él siempre tiene un plan, deberías saberlo. Y no ha enviado a ese novato por casualidad, algo está tramando...
–¿Entonces cuál es tu plan, Pandora? –preguntó ceñudo Morg.
–No lo sé, debo meditarlo.
–¿Meditarlo? no hay tiempo para eso. En este instante dos aliados del bien y del mal van al encuentro de un alma pura para atraerla a sus filas. La diosa de la neutralidad no se puede quedar con los brazos cruzados mientras observa quien se lleva el trofeo.
–¿Crees que no lo sé, Morg? Sé perfectamente que me encuentro en una situación que me obliga a intervenir para que se mantenga el equilibrio, pero no alcanzo a comprender la situación, no tiene sentido.
–Dios tiene un extraño sentido del humor –espetó Morg sin darle más importancia.


Pero Pandora había dejado de escucharle. Se encontraba en una encrucijada, pues le resultaba incomprensible que los de abajo hubieran enviado a uno de los más leales súbditos del príncipe de las tinieblas, y los de arriba hubieran enviado tan sólo a un ángel, cuando tendrían que haber mandado a alguien de mayor rango, como un Arcángel o un Virtud. No obstante sabía que no había tiempo para tratar de desentrañar el misterio, porque Él siempre tenía sus propios planes y resultaría una pérdida de tiempo pensar más sobre ello. Así que resolvió enviar a alguien para que se limitara a observar lo que hacían los dos enviados y le trajera noticias. De ese modo sabría a lo que atenerse y así podría decidir cual sería su estrategia.
–¿Pandora? –preguntó Morg sacando a ésta de sus cavilaciones, al ver que se había quedado callada y ausente.
–Avisa a Eros –respondió dejando escapar una inquietante sonrisa mientras su mente trabajaba en silencio–. Dile que tengo un trabajito para él.


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