lunes, 11 de febrero de 2008

Todo sucedió en un minuto...

Todo sucedió en un minuto. Se necesitaron años para construir en aquel pequeño país de África, un gobierno sólido sin corrupción, una economía próspera y unos ciudadanos que se preocuparan solamente de vivir lo más felices que podían con lo poco que tenían; pero todo eso se derrumbó solamente en un minuto. Un minuto nada más fue lo que un grupo de rebeldes tardaron en atravesar la puerta de la casa presidencial, masacrar a la guardia y acceder al despacho del presidente. Un minuto tan sólo les costó acorralarlo en aquella habitación, cargar el arma y terminar con su vida de un balazo entre los ojos.
Así fue como todo lo que se había tardado años en construir, se destruyó en un insignificante minuto.

La prensa de todo el mundo se hizo eco de la terrible noticia, tomándola como una simple “guerra entre etnias”, pero nadie imaginaba que en realidad se trataba de algo mucho más grave.
Como sucede siempre, a la semana siguiente de la publicación de la noticia en primera plana, los periódicos relegaron las noticias que llegaban de aquel país a la sección Internacional y a medida que iba pasando el tiempo, el tamaño de los artículos relacionados iba encogiendo proporcionalmente de tal modo, que al mes siguiente, la gente del primer mundo ya había olvidado hasta el nombre de aquel pequeño país africano.

Olvidados por el resto del mundo, los grupos étnicos continuaron inmersos en una guerra de guerrillas que fragmentó por completo el país. Miles de personas huyeron hacia otros países vecinos, pero hubo otros que se quedaron a pesar de que se acostaban cada noche con el miedo de que tal vez no vivirían lo suficiente para ver el siguiente amanecer.
Uno de ellos fue el padre Poveda, joven misionero recién salido del seminario, que llegó allí con la inmensa energía de quien todavía cree que se puede cambiar el mundo. Apenas llevaba dos años trabajando en la escuela de la capital cuando le sorprendió la guerra civil, y a pesar de que el nunca pensó en abandonar a aquellos niños que cada mañana seguían acudiendo a la escuela porque no tenían otra cosa que hacer, día a día fue sintiéndose un poco más desalentado con la huida del resto de misioneros a sus lugares de origen.
Pero no se quedó sólo, dos personas más aguantaron a su lado. Se trataba de la hermana Mary, misionera inglesa con muchos más años de experiencia en la vida y Nangila, único maestro de la escuela.
Al principio los tres solos se arreglaron para atender a todos aquellos chiquillos que caminaban horas descalzos para acudir a un colegio que consistía en una simple cabaña de adobe sin puertas, por la que se filtraba el asfixiante calor en verano y la torrencial lluvia en invierno.
Pero a medida que pasaba el tiempo y la situación empeoraba, comprendieron que necesitaban ayuda y por ello contrataron un par de escoltas privados para que garantizase la seguridad de todos ellos. A pesar de tratarse de dos miembros de una de las tribus más numerosas de la capital, sabían que seguían corriendo peligro si alguien de un clan rival se acercaba por allí y les reconocía porque no dudarían en dejar un alma con vida.

El país llegó a tal estado de crisis que se quedó sin medios para subsistir. Los pocos campesinos que trabajaban en los campos, tarde o temprano eran asesinados y sin nadie que produjera el alimento necesario, la situación de hambruna se hizo insostenible.
Estaba claro que necesitaban un milagro… y pronto.


Mientras tanto, en otro punto de la esfera terrestre, acababa de amanecer y un hombre dormía plácidamente en el sofá de su desordenada casa. De repente alguien llamó a la puerta, pero estaba tan cansado que decidió entre sueños ignorar a quien quiera que fuese, tal vez así se marcharía y le dejaría seguir durmiendo. Sin embargo, el insistente repiqueteo de los nudillos en la madera, acabó por despertarle del todo. Malhumorado y somnoliento se levantó del sofá y fue hasta la puerta. Al abrirla, una claridad cegadora le hizo cerrar los ojos y girar la cabeza bruscamente.
Alguien carraspeó:
-Discúlpeme si le pillo en un mal momento… me llamo Gabe y me gustaría hablar con usted.
Tras ponerse la mano en los ojos a modo de visera para evitar que la luz del sol le diera de lleno, los abrió lentamente y fijó su mirada en el hombre menudo que estaba del otro lado de la puerta sosteniendo nerviosamente una carpeta negra. Al verla, la expresión de su rostro se congeló y su gesto se tornó serio.
-Olvídelo, estoy retirado -fue su escueta respuesta y acto seguido entornó la puerta con la intención de cerrarla, pero Gabe se lo impidió.
-¡Espere, por favor! Déme al menos la oportunidad de escuchar lo que tengo que decirle, y después decida si le interesa o no.
El argumento de Gabe la parecía lo suficientemente justo como para darle una oportunidad, pero todo ese asunto estaba empezando a ponerle de mal humor.
-Escuche Gabe, ya no hago trabajitos para nadie, ¿lo entiende? Dígaselo a su jefa.
-Estoy seguro de que le interesará lo que tengo que ofrecerle –sentenció Gabe.
La convicción de Gabe, le hizo reconsiderar la idea de escucharle. Después de todo, conocía bien a su jefa y sabía que le encantaban los tratos, así era como conseguía todo lo que ella quería.
La expresión de su rostro se relajó un poco y tras lanzar un hondo suspiro le dijo a Gabe:
-Tiene cinco minutos –dejándole entrar mientras se dirigía a la cocina para llenar una taza de café bien cargado.
Gabe entró y cerró la puerta tras de sí. El panorama que se encontró en el interior de la casa era desolador. Aquello parecía una auténtica pocilga en la que la suciedad y el desorden reinaban por doquier.
El escrupuloso Gabe tuvo que sortear varios montones de ropa desperdigada por el suelo hasta llegar a la cocina. Una vez allí, no encontró ninguna superficie lo suficientemente limpia para dejar la carpeta, con lo que tuvo que sostenerla entre sus manos mientras sacaba los papeles que necesitaba.
Desde el extremo opuesto de la cocina, el otro hombre le observaba al mismo tiempo que llenaba su taza de café y le añadía tres cucharadas de azúcar.
-Le quedan cuatro minutos –le anunció a Gabe. Éste, nervioso, se apresuró a rebuscar la carta que necesitaba, y tras encontrarla se la tendió al hombre quien se dispuso a leerla mientras daba un sorbo a su taza:

Estimado Abad:
Usted es la última persona que me queda a la que acudir y no lo haría si no fuera de extrema gravedad, puesto que conozco que es usted un hombre muy ocupado.
Han pasado ya 49 días desde que el conflicto se desatara en este país. Nuestra situación es precaria, carecemos de todo, hasta de lo más básico.

Sé que la orden no dispone de muchos hermanos misioneros, y los pocos que hay seguramente elegirían otro destino antes de embarcarse hacia un país en guerra, pero hago una llamada a su compasión y noble espíritu de ayuda y le pido que nos envíe a alguien. Aquí ya sólo quedamos la hermana Mary, el maestro de la escuela y yo, y entre los tres no damos abasto para atender nuestras obligaciones. Necesitamos a alguien que, por lo menos, nos ayude a cosechar los campos abandonados, de lo contrario toda la cosecha se perderá y nosotros moriremos de hambre.
Imploro a su solidaridad cristiana y rezo para que El Altísimo haga llegar a sus manos esta carta y no se pierda en el camino junto con todas nuestras esperanzas de seguir con vida.
Atentamente
Justo Poveda
”.

El hombre que sostenía su taza de café negro, terminó de leer la misiva y levantando la vista, se dirigió a Gabe.
-Así que esto es lo que quieren de mí. Olvídelo, no pienso hacerlo.
-Entiéndalo, número 4, la situación es…-
-No me llame así, estoy retirado –le dijo el hombre a Gabe clavándole una gélida mirada.
-D… discúlpeme, ¿por qué nombre debo dirigirme a usted ahora?- le preguntó Gabe atemorizado.
El hombre le devolvió la carta a Gabe y su tono de voz se tornó áspero.
-Bastará con que me llame Sven.
-S… señor Sven, no acudiríamos a usted si no hubiera un motivo de peso. Conocemos su situación y sabemos que ya no trabaja para nosotros, pero debemos admitir que le necesitamos. Después de todo usted es el único que puede hacerlo.
-¿Y qué hay del resto?
-Todos ellos se encuentran en alguna misión en este momento, usted es la única persona que puede ayudarnos.
El hombre conocido como Sven hizo una breve pausa para analizar la situación y tras unos largos minutos en silencio, dijo por fin:
-Bien, Gabe, si como usted dice están tan desesperados como para acudir a mí, el trato que me ofrecen debe ser suculento. Soy todo oídos.
Gabe carraspeó para aclarar su voz.
-He sido autorizado para transmitirle que si acepta el trabajo se le aplicará una rebaja a su condena.
El silencio se instaló entre los dos hombres. Durante un rato Sven y Gabe se escudriñaron profundamente como si cada uno tratara de escuchar los pensamientos del otro.
Sven nunca había tenido la intención de aceptar el trabajito, hasta que Gabe mencionó la rebaja de su condena. Tenía que admitir que la oferta que le estaban haciendo era demasiado tentadora y que tal vez no le volverían a ofrecer otra oportunidad así.
Gabe se preguntaba si aquel hombre frío como el hielo acabaría despedazándole con sus propias manos si llegase a rechazar la oferta que le ofrecía. Tragó saliva y trató de alejar aquellos pensamientos negativos de su mente.
Por fin, Sven rompió el silencio:
-Supongo que traerás un contrato válido con su firma, ¿verdad?
-Por supuesto señor Sven, aquí lo tengo –dijo Gabe rebuscando en la carpeta negra un papel con los bordes ribeteados en plata y acercándoselo.
Sven, que conocía la calaña con la que trataba, leyó detenidamente el contrato y después intentó partir en dos el papel, pero tras varios intentos le resultó imposible. Fue entonces cuando comenzó a pensar que todo aquello iba en serio.
-Está bien, lo haré –fue la escueta respuesta de Sven.
-Excelente señor Sven, nos alegra mucho que haya tomado la sabia decisión de…
-Si, si, si… ¿tienes un bolígrafo? –le interrumpió.
Gabe rebuscó en el bolsillo interno de su chaqueta y le entregó el bolígrafo a Sven para que pudiera firmar. Una vez rubricado el contrato, Gabe comprobó que todo estaba en orden y lo guardó a buen recaudo en la carpeta negra.
Antes de partir, Gabe le indicó las últimas instrucciones a Sven y después salió por fin de aquella casa alegrándose de no tener que volver allí nunca más.


La hermana Mary se levantó temprano aquella mañana. Tras cumplir con sus rutinas, se dispuso a barrer un poco la escuela antes de que diera comienzo la jornada. Mientras lo hacía, tarareaba una canción que había aprendido en su época de novicia y que muchas veces le había servido para ahuyentar los temores de su mente y apaciguar su espíritu. Tan entretenida estaba, que ni siquiera se dio cuenta de que había alguien más presente y se asustó dando un respingo cuando su escoba se topó de improviso, con unos pies inmóviles.
-Buenos días hijo, no me había dado cuenta de que estaba usted ahí –se disculpó azorada la hermana Mary.
-He venido a ayudar –contestó escuetamente el desconocido.
La hermana Mary tardó varios segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, una enorme sonrisa se asomó a sus labios y aferró con fuerza la cruz que colgaba de su cuello.
-Alabado sea Dios –fue lo único que alcanzó a decir y tras rogarle que le acompañara, se encaminaron en busca del padre Poveda.
A éste también le costó reaccionar en un principio, pero cuando el hombre le contó que su congregación le había enviado en respuesta a su carta, murmuró para sí una silenciosa plegaria de agradecimiento y rápidamente le puso al día de la situación.
Pocos minutos fueron los que se necesitaron para que Sven sintiera lástima por aquellas personas. La situación era tan pésima que, por primera vez desde que aceptara tomar parte en aquello, se alegró de haberlo hecho.
Sven quiso comenzar cuanto antes, de modo que le pidió al padre Poveda que le llevara hasta los campos para comprobar el daño que el abandono había causado en las cosechas. Por suerte no se perdió la totalidad de ellas como esperaba, sino que se salvó al menos la mitad.
Con una buena noticia por fin tras muchos días, el padre Poveda dejó a Sven trabajando en el campo y volvió a la escuela con la promesa de que regresaría a buscarle cuando se acercara el medio día.
Sven se puso manos a la obra, pero al poco rato y bajo un sol de justicia, comprendió que aquello iba a ser más duro de lo que había pensado. Entonces, se despojó de su camisa, se fabricó un improvisado turbante para evitar que el sol le diera de lleno en la cabeza y continuó trabajando.
Era imposible que aquel hombre blanco trabajando en aquel campo, no llamara la atención. Como era de esperar, alguien le vio y fue inmediatamente a extender el rumor. En pocas horas la noticia había corrido como la pólvora entre los poblados vecinos, tanto es así, que hubo gente que se acercó solamente para comprobar con sus propios ojos que no se trataba de un espejismo.

Por desgracia, la noticia no resultó agradable a ciertas tribus que pretendían enriquecerse con la venta de alimentos en medio de aquella escasez de todo. En menos que canta un gallo, unos cuantos se armaron y se montaron en un viejo y destartalado jeep para hacerle una “visita” a aquel blanco entrometido.
Cuando llegaron allí, la gente comenzó a salir huyendo en vista de lo que se avecinaba. El único que conservó la calma en medio de aquel revuelo fue Sven, quien vio como cuatro hombres se bajaban del jeep, dirigiéndose a él en una lengua que desconocía, y aunque no les entendía, sabía bien lo que habían ido a decirle.
Al ver que el extranjero no mostraba ninguna intención de abandonar lo que estaba haciendo, los hombres armados le repitieron la advertencia a gritos esta vez con sus armas cargadas y apuntándole.
Sven levantó las manos para intentar hacerles ver que no estaba armado y tranquilizarles, pero su gesto no fue interpretado así y los cuatro hombres abrieron fuego descargando una ráfaga de balas en el pecho de Sven, quien cayó al suelo de espaldas.
En medio de dolorosos espasmos Sven se retorció unos instantes en el suelo, y antes de quedar completamente inmóvil, una bocanada de sangre afloro a sus labios resbalando por las comisuras de su boca. Después, sus ojos se cerraron pesadamente.
Los hombres, satisfechos, volvieron a montarse en el jeep y abandonaron el lugar en medio de un jolgorio ensordecedor de gritos y risotadas dejando tras de sí una gran polvareda y a un hombre tendido en el suelo sobre un charco de sangre...

Cuando el ruido del jeep se hizo imperceptible en la lejanía, Sven abrió lentamente los ojos y tras comprobar que le habían dejado solo, trató de incorporarse. El dolor era considerable, pero como estaba acostumbrado, no emitió ni un solo quejido. En lugar de eso, y como si fuera lo más normal del mundo después de que a uno le hubieran rellenado el pecho de plomo, se puso de pie, se sacudió el polvo y se puso la camisa para no llamar la atención, mientras miraba al suelo viendo como su sangre se filtraba por completo en la tierra. Entonces le sobrevino una sed terrible y emprendió el camino de regreso a la escuela, con cierto fastidio porque las cosas habían de desvelarse mucho antes de lo que él había previsto.


Continuará… o no.





Más y mucho mejor en El cuentacuentos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya estoy esperando la continuación... interesante y muy bien escrito, podría ser un best-seller ;)
Besos!!!

Carabiru dijo...

Pues ya me has picado la curiosidad, oye.
Quiero sabeeeer!!

Jeejeje, salu2

Yemanjá dijo...

OlE!!! has vuelto a escribir!!!...Está genial!!!!


Un besito!!!

Isa

Pedro dijo...

Hola!!!

Pues ya puede continuar porque si no te busco y te, te.... :)

Muy bonito, el cuento gana mucho desde que aparece SEven y llega ser un personaje de esos magneticos. Muy bien logrado.

Tantas veces dando guerra para que escribas y cuandpo escribers no paso.... Es que he estado un poco pachucho (sigo aún) pero bueno de animo muy bien

Pues ya sabes, ya puedes continuar....

Un saludo,

Pedro.