Ella siempre fue una mujer extremadamente sensible. Era muchísimo más sentimental que racional y no podía hacer nada para cambiarlo, había nacido así, estaba en su naturaleza y ella lo aceptaba orgullosa, pero no ocurría lo mismo con los demás.
Todas las ocasiones en las que había pretendido ser algo que no era por agradarlos, por encajar en un mundo en el que los sentimientos eran considerados un estorbo, había salido escarmentada y encima furiosa consigo misma por haberse engañado.
Después de salir escaldada en varias ocasiones, comprendió que con ella ocurría lo mismo que con las piezas de un conocido juguete infantil: No se puede meter un círculo de madera por el hueco de un triángulo, aunque sean del mismo color y tengan el mismo tamaño; un círculo siempre será un círculo. Y claro que se puede convertir un círculo en un triángulo, pero para eso hay que mutilarlo, deformarlo, borrar por completo sus contornos naturales para dibujar encima los contornos de un triángulo, y eso era algo que ella no estaba dispuesta a hacer.
Sin embargo, las veces en las que había actuado dejándose llevar por lo que le dictaba su corazón, no le habían ido mucho mejor; había salido muy malherida de todas ellas.
Normalmente tardaba un tiempo en lamerse las heridas mientras se escondía en su madriguera como un animal apaleado, un tiempo totalmente impredecible que variaba desde días hasta años; pero siempre había “algo” que ella no alcanzaba a identificar y que le borraba por completo cualquier rastro del recuerdo de esa experiencia dolorosa, para lanzarla de regreso al mundo tan indefensa como una neófita, o quizá peor, pues el corazón, como todo el mundo sabe, tiene un límite para resistir las heridas que le infringen y ella era totalmente amnésica en cuanto a las cicatrices que albergaba su órgano cardíaco.
El verdadero problema llegaba cuando se abría una nueva herida, en ese preciso momento, las cicatrices viejas que ya tenía volvían a abrirse al unísono, provocándola un dolor indescriptible y retardando el tiempo de su cicatrización al acumularse los tajos que debían cerrar. Y cada vez le costaba más tiempo recuperarse porque las heridas se hacían más profundas a fuerza de abrirse y cerrarse continuamente; hasta que un día, ese mismo “algo” desconocido que le borraba la memoria, le arrebató la capacidad de amar de un zarpazo, y como si le hubiera succionado el alma, la dejó tan vacía como una nuez vana.
Se sentía incapaz de experimentar amor y por más que lo intentaba con todo su corazón, lo único que percibía con mayor intensidad, era un inmenso vacío que se extendía por todos los rincones de su cuerpo llenándola hasta rebosar de nada, de una nada glacial y gris que le pesaba muchas toneladas.
Lloró, lloró muchísimo, lloró hasta quedarse sin lágrimas y entonces lloró en silencio, en seco, lloro para dentro, y esa nada que se nutría de sus tristezas, se iba apoderando de ella poco a poco.
Pero como sucede en todos los cuentos, todavía quedaba un resquicio de esperanza, mínimo, insignificante, sí, pero al menos existía.
Lo descubrió cuando el último amante que dejó su sudor sobre ella y sobre las sábanas de su cama, le dio algo que la sacudió de arriba a abajo: una caricia. Una simple caricia provocó aquella pequeña chispa que fue suficiente para producirle una descarga eléctrica y devolverle por un efímero momento una sensación parecida a la que le habían robado, pues le habían extirpado la capacidad de sentir amor, pero no la de sentir cariño. Claro que no era lo mismo, pero era tan parecido, que a ella le bastaba con eso, y entonces se le ocurrió la idea que la salvaría de pudrirse lenta y dolorosamente…
Una mañana, tras de despedir a su amante de turno, se preparó un café bien cargado y amargo como el regusto que le había dejado el susodicho. Cogió el periodico y lo ojeó por encima hasta llegar a la sección de contactos. Pero después de encontrarse con un sinfín de penes descomunales y amantes experimentados en todas las posturas para provocarle un placer infinito a la mujer, cerró el periodico asqueada.
-Bah sólo es sexo –y le dio un sorbo a su taza de café–. ¡Yo no necesito un polvo, necesito otra cosa, joder!, no quiero tíos que me la metan por todos los agujeros que tengo, quiero un beso, una caricia, un abrazo y no quiero tener que embarcarme en una relacción amorosa para ello, porque yo no puedo ofrecer nada y no sería justo para el otro. Lo único que quiero es saltarme los pasos de chico conoce chica, hablan, se gustan y entonces llega el intercambio corporal, quiero saltar todo eso e ir directamente al intercambio corporal… debería de haber una sección para los que queremos este tipo de intercambios, igual que para los que buscan follar –y la bombillita se le encendió.
Al día siguiente su anuncio estaba publicado en la sección de contactos, entre los de “universitaria cachonda” y “madura casada”:
“Chica joven se ofrece para intercambio de cariño…”
A pesar de que tuvo que soportar llamadas de todo tipo interrogándole sobre los servicios sexuales que ofrecía, se sentía aliviada cuando le colgaban el teléfono al explicarles que no ofrecía un intercambio sexual, sino un intercambio de cariño.
Justo cuando ya estaba a punto de tirar la toalla y de pensar que quizá se había equivocado con las personas, que estaban tan podridas de lujuria que no encontraría a nadie que le ofreciera lo que buscaba, recibió una llamada. Se trataba de un chico joven, más joven que ella y extremadamente tímido.
Después de una conversación de 10 minutos quedaron para verse esa misma tarde. Nerviosa, ella acudió a la cita puntual, él se retrasó un poco ofreciendo una excusa cualquiera que ella sabía que era mentira. Lo que no sabía era que el joven la había estado observando largo rato, desde un sitio estratégico protegiéndose de su propio miedo a encontrar a alguien que fuera capaz de darle algo que necesitaba tan desesperadamente. Cuando vio que ella no tenía pinta de ramera y que tal vez sí podía ser posible que existiera alguien así, se decidió a hacer acto de aparición.
El primer contacto fueron dos besos en la mejilla, después se sentaron en un banco y mientras hablaban de cualquier cosa no podían dejar de tocarse: una caricia en la mano, en la mejilla, se cogían de la mano, ella apoyaba su cabeza en el hombro de él y él la rodeaba con sus brazos. Los dos estaban tan ansiosos de cariño que les pareció casi lujurioso aquel contacto inocente frente a las miradas ajenas, por lo que decidieron ir a un lugar donde pudieran estar sólos y ella le invitó a su casa.
Así fue como acabaron pasando la noche juntos, entrelazados, vestidos y con la misma sensación de clímax que se tiene tras un orgasmo.
Volvieron a verse en varias ocasiones más y acabaron convirtiéndose en amigos del cariño. Nada les unía fuera de su intercambio, y ninguno de los dos quería profundizar en cualquier otro tipo de relación, simplemente se veían, se embriagaban de piel, de roces y de abrazos y se despedían hasta la próxima.
Poco a poco, ella fue recibiendo más llamadas de personas que estaban interesados en el intercambio que ofrecía y se dio cuenta de que la gente en realidad estaba mucho más necesitada de cariño, que de sexo o de amor. Y no hizo ninguna diferencia entre hombres o mujeres pues todos podían ofrecerle lo que ella necesitaba y no podía permitirse el lujo de excluir a nadie.
En un principio ella devoraba esas muestras de afecto con tal ímpetu, las bebía con tal avidez, que llegó a convertirse en una vampira del cariño y se enganchó a él como si de una droga se tratara. Necesitaba su dosis diaria, pasaba su mono y su síndrome de abstinencia y volvía a consumir hasta saciarse, hasta que no podía más y después tenía que vomitar para vaciarse un poco, porque sentía que iba a estallar de un momento a otro.
Con el tiempo aprendió a dosificarse, a paladear el cariño, a disfrutar de cada caricia, de cada muestra de afecto, como un enólogo disfruta de una buena copa de vino. Aprendió a beber a sorbos pequeñitos para que el regusto le durara más tiempo y poder echar mano del recuerdo cuando no podía verse con ninguno de sus amigos del cariño.
Llegó a pensar que su vida estaba plena y que por fin había encontrado el hueco donde encajaba ese círculo. Tan rebosante se sentía, que fue ella la artífice de la plaga infecciosa de cariño que se extendió por la ciudad, pero los demás, ignorantes, lo achacaron al efecto de la primavera o del calor. Por todos los rincones se sucedían intercambios afectivos, roces furtivos, miradas encontradas, sonrisas con vida propia, y todo ello tenía un origen común, emanaba de la misma persona y se extendía sin control como se extiende un manto de espesa niebla.
Hoy en día sigue dando y recibiendo afecto puro, sin diluir ni rebajar y la gente sigue acudiendo a ella, e incluso acude gente recomendada por otra gente. Ya no es ella la que busca desesperadamente un intercambio de cariño, sino otros muchos que acuden enfermos, moribundos y que se van completamente curados porque saben que el cariño que das siempre llega de vuelta a ti multiplicado.
Male©.
3 comentarios:
Sólo espero que este cuento que has escrito te lo creas a pies juntillas y que no sólo quede en eso. Sí te fijas bien, podrás descubrir que es cierto que existen seres humanos que regalan todo lo que son: cariño.Lo jodido es encontrarlos, verdad? jajaja.
Un abrazo melona.
cuanta gente necesita de cariño, y no lo sabe pero eso de contratar gente para que te lo de no me parece eso hay que ganarlo jjejjejeje
Hola Sandra!.
Leí tu comentario y no me pude resistir a aclarar una cosa (mi vocación de maestra me puede con esto de las explicaciones...). Más que un contrato, como tu mencionas, es un intercambio libre. Nadie acepta nada a cambio, simplemente comparten con otro el cariño que sienten sin ninguna otra obligación.
En fin, que según como está el mundo, una utopia al fin y al cabo.
Gracias por pasarte por aquí y leerme, y además por haberme dejado un comentario. Siempre se agradecen :D.
Un saludo.
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